viernes, 5 de agosto de 2011

El destino del poema


Cuando los versos de un poema son citados por otro autor, cuando su obra se menciona en algún prólogo, o forma parte de una compilación o ensayo, o su apellido aparece en las dedicatorias de otros colegas, resulta un buen modo de medir, como parámetro, la incidencia de un autor determinado en un contexto particular, ya sea editorial o periodístico.

En tal sentido, el mundo científico ofrece un circuito del cual excede toda apropiación fuera de dicha disciplina. En el caso de las publicaciones científicas existen índices de citas que miden el impacto de un trabajo según cuántas veces a sido mencionado dicho artículo por otros autores. Esta acción retro-alimenta todo un sistema que busca posicionar un determinado centro de atención en el campo de la ciencia, en algunos casos vinculado a intereses que se encuentran ajenos a la calidad de lo publicado.

Siguiendo la lógica, se puede hacer una ecuación simple: las revistas buscan difundir artículos de mayor relevancia, cuando un investigador necesita saber que impacto ha tenido el tema que investiga, recurre a estos índices. Con el tiempo se tornan arborescentes, luego declinan. Dicho circuito se sustenta en el lema “publicar o perecer”.

Estas disquisiciones no son frecuentes en el campo de la literatura, si bien existen índices de citas para las diversas disciplinas que componen el conocimiento humano, por lo general no resultan materiales de consulta para quienes pretenden, como lectores, acercarse por ejemplo a un libro de poesía.

Hubo un caso emblemático que tuvo por protagonistas a lectores ocasionales. No recuerdo en que diario lo leí, o en que revista, pero bien vale rememorar la anécdota. Resultó que luego de organizar un concurso de poesía, uno de los organizadores recibió el encargo de cumplir con una parte del reglamento, que consistía precisamente en la destrucción de las obras no premiadas. Pero este señor, vaya saberse si por lástima, o empatía, decidió depositar esas carpetas, llenas de fotocopias de poemas, en un container que estaba sobre la vereda. Acto seguido se quedó espiando la reacción de las personas que por allí pasaban. Los gestos de sorpresa, y de satisfacción de quienes tuvieron la extraña suerte de pasar delante de un contenedor atestado de poesía, merecería tal vez un capítulo aparte. En un momento se habían juntado varias personas, revolviendo carpetas, leyendo poemas, haciendo pilas con fragmentos de obras que simplemente habían encontrado a sus lectores. El asunto es que al final del día el container quedó lleno de escombros y vacío de aquellos librillos que ilusionados poetas habían enviado para un concurso. Difícilmente se pueda corroborar idénticos comportamientos con trabajos científicos. Porque esto no se trata de libros liberados o de ferias ocasionales, se trata de una azarosa epifanía provocando felices simetrías.

Para quienes no tuvieron esa suerte, las búsquedas en librerías, bibliotecas, ferias o tertulias, suelen ofrecer espacios para el sutil encanto de la serendipia. No deja de ser un modo de hallazgo, un apacible extravío, siguiendo los lineamientos propios de la causalidad, aquello que no conoce de tiempos y atavíos, y para lo cual no hay lógica posible, en especial si de poesía se trata.

O como gustaba escribir Borges: “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. “La rosa es sin porqué”, dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía “El arte sucede”. Ojalá seas el lector que este libro aguardaba”.

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