viernes, 25 de noviembre de 2011

Punctum



Tremendo paradigma el de este poeta, un libro que dividió las aguas, merecedor de un premio (punctum) que vuelve a ser editado, provocando nuevas lecturas y en especial la idea de texto visionario que se adelantó un poco a su época (como Fogwill cuando escribió los “pichiciegos” sin tener información de lo que estaba ocurriendo en Malvinas). Leer ciertas entrevistas realizadas a Gambarotta me permitieron acercarme a otras ideas sobre el acto de creación literaria, soy de creer que todo lo que hace es a favor de la poesía, no pierde el tiempo escribiendo relatos en blogs, esquiva los medios de comunicación y cada tanto produce una obra inquietante. Si supiera que está por sacar un nuevo libro iría a la librería convencido de encontrarme con una obra diferente, seguramente interrogativa, de esas creaciones que no te van a tranquilizar y que probablemente terminen por cuestionar algunos conceptos relativos a la poesía.

Dice el autor de su criatura: Yo lo veo como un único texto. Un poema desarmable, en todo caso. Como dijo Damián Ríos, es como un artefacto. Y si es artefacto es objeto, y esa es la visión objetivista que me interesa. El texto concreto, como objeto. Se podrían hacer muchas reescrituras o rearmes de ese texto único, por otro lado. Y sería otro artefacto. Punctum es un objeto hecho con palabras.
Si Andrés Caicedo hubiera escrito variaciones de un único poema (tal como hizo Ungaretti), probablemente hubiera creado un artefacto similar al de Gambarotta.

Un poeta “de los 90”, que descree de esa etiqueta, incluso parece aborrecerla. Alguien que combinó la estética punk en la poesía, el relato suburbano y cierta idea de “realismo” buscando ver debajo de lo cotidiano.

Esas cosas que otros creen ver.

sábado, 19 de noviembre de 2011

El otro yo

Suelo tener presente una imagen cada vez que me voy a dormir, es recurrente. Me encuentro viajando a la costa por la ruta, de noche, porqué sé que a unos kilómetros, bajo la noche profunda, encontraré un parador donde poder tomar café y comer algo (conozco el sitio), luego ocurrirá lo de siempre, sentir que necesariamente la vida no es otra cosa que aquella circunstancia, el otro yo que espera en vano más allá del campo estrellado y la penumbra. Es entonces que trato de sacar algunas frazadas, correr los asientos para adelante, hacerme un lugar dentro del auto en la parte trasera, y dormir, dormir en una situación totalmente infrecuente, esperar los primeros albores rojizos de la mañana dentro del auto, luego bajar, estirar las piernas, llenar el termo de agua caliente, y salir a la ruta, hasta llegar al mar.

No hay noche que no piense en esto, y no sé porqué, no encuentro realmente un motivo, pero la sensación es que una parte de mi espera llegar y encontrar el día, y encontrarme...

Ayer fue diferente, me acosté tarde luego de dormir a mi hijo, y no pude conciliar el sueño hasta las 6 de la mañana, dejé a ese “otro” sentado dentro del auto, con las cuencas vacías, mirando la nada. Lo abandoné a su suerte, supe que no tenía propósito, que alguien dentro mío clamaba vivir el día, llegar a algún lugar, construir algo con mi mujer.
Lo dejé adentro del auto, a ese “yo” que habito todas las noches, no sea cosa que la vida se me pase de largo, y me encuentre deshaciendo ovillos mientras aquel cadáver se pudre en la espera de un momento y de una circunstancia.
“aquí” tengo un yo del cual quedan ciertos silencios, ciertas estructuras. En aquella ruta, esperan mis fantasmas, cumplir el día de enfrentar exiguos temores, ansiando dejarlo atrás, para que despierte en algún páramo del destino, ese yo por el que siento alguna culpa, alguna lástima, para que salga del auto, y se vaya a casa, que viva una vida, que no crea en mi, porque no es bueno tener retazos de un yo desvaído abandonado a su suerte, y que cada noche me acompañe mientras hago de cuenta que vivo mi vida.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Los barrios de la infancia


Hay barrios que dejaron de crecer, ingresaron en una especie de nebulosa tragándose los sueños de sus moradores, y desde esa cuadratura contemplaron un mundo que los dejó a la deriva, girando en derredor mientras las cosas pasaban en otro plano, bajo una realidad siempre ajena.

Los techos grises de esas casas persisten sin nostalgia ante alguna que otra mano de pintura, alguna que otra cicatriz. Los que vieron nacer ciertas cosas pudieron modificar apenas algunos componentes de su pequeño sistema, mientras nuevas generaciones jugaban con olvidados juguetes viejos, tratando evitar cruzar la calle como lo hacían sus padres, porque ahora la calle era una “avenida” y los colectivos y los autos hacían trizas la “hora de la siesta”. El contexto varió, pero no su esencia, su idiosincrasia, su sentido de pertenencia, de significado, porque algo tiene que significar todo eso, algún cobijo debería ofrecer a quien nostalgia lo ya ocurrido.

De alguna manera los ancianos se fueron yendo, otros dejaron la casa para sus hijos, que tuvieron la particularidad de haber agregado ladrillos con la espalda cansada de tanta incertidumbre, regando taciturnamente las mismas macetas agrietadas, tal vez las mismas plantas sin flores. Tiene algo de sentencia el asunto, con ciertas arquitecturas es realmente imposible modificar el espíritu, hay algo ahí que es inherente a un modo de construcción y a un modo de callar lo que se construye, y no hay manera de enmendarlo, de que entre luz o de que salga viento.

Lo cierto es que hay silencios que se acumulan, el tiempo le agrega capas de hollín y oxido a las paredes y los herrajes de los portones, los goznes de las puertas y las cerraduras desvencijadas. Es como la representación de lo abyecto. A los patios daría la impresión que una pátina borrosa les diera un tono que a la luz del sol pareciera un tipo de barniz o de miel, mientras se trata de hurgar en los recuerdos cuando fue la última vez que pasó un vendedor de escobas, cuando fue por última vez que se escuchó una cigarra, o que los niños se treparan a un árbol de moras en las veredas violetas de la infancia.

Hay barrios enteros que perdieron la capacidad de revisar su memoria, a pesar de que puede parecer tan fácil socavar el pasado y provocar algún gesto cálido, en el rostro arrugado de aquellos que simplemente esperan terminar su día, sin ningún tipo de pretensión o deseo.
Hay barrios enteros que simplemente ven pasar por sus veredas gentes desconocidas, visitantes, ocasionales transeúntes. Los árboles mudaron hacia el amarillo desde hace tiempo, resecos sus tallos y abnegados sus ramajes. Sorprende saber que dan sombra, que de alguna manera representan por su tamaño el paso de las generaciones, la cantidad de niños que se treparon con alegría. Difícilmente ese amarillo se pueda conseguir en una pinturería.
Mientras tanto, detrás de las paredes parece que la vida prosigue, una telenovela encendida a la tarde, el olor del café en una ventana, el patio recién baldeado, la vecina que barre el pasado, los pájaros que danzan entre el polvo y las migas de pan.

Y esto que siempre será horizontal a pesar de los herrumbrados sueños verticales.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Sobre fuegos y fulgores

A veces sucede.
Una película que representa, en un momento dado, la periferia de un contexto, mediante la utilización de un personaje que termina siendo conceptual por las circunstancias, y aún con débiles argumentos, logra hundir un puñal en el corazón adolescente, arrastrando legiones de seguidores a pesar del paso del tiempo (ya pasaron 17 años del estreno de "el cuervo" y aún suscita controversia entre críticos y seguidores).
Ayer la vi nuevamente, sin tener razones concretas, volviendo sobre la extraña muerte de Brandon Lee (que tanto permite asociar la desaparición de Heath Ledger en Batman).
Suelo creer que algunas escenas son esencialmente cinematográficas, logran perpetuarse en el imaginario colectivo a fuerza de provocar un grado de pertenencia cuyas razones resultan complicadas de entender. Bajo este punto es imposible no recordar el rostro pálido de Eric Dreven tras los cristales rotos y la omnipresente música de The Cure, mientras la cámara se va alejando entre una atmósfera de gárgolas y claustros oscuros. Probablemente se trate de un mérito que explique su incidencia, como también haber representado desde el movimiento gótico y dark el clima opresivo del film (por aquel entonces en una curva ascendente). Estas piezas son extrañas, para muchos críticos se trata de una película sobrevalorada, y no se sabe hasta qué punto se puede circunscribir el éxito de la película (o su recuerdo), a la misteriosa muerte de su protagonista.
Hay citas de Milton y Poe, pero resultan inconsistentes para el marco de la historia.

Me ha pasado con algunos libros de poesía lo sucedido con esta película. Poetas que representan un contexto, pero que quedan atados al mismo, y con el tiempo generan una suerte de veneración entre los lectores, quienes suelen recrear el impacto lejano, provocando nuevas lecturas, mientras cierta crítica insiste en desacreditarlos, reduciendo su valorización al contexto de la época.
Poetas que escribieron algunos versos realmente buenos, y se perdieron en ellos, provocando disparadores tardíos en el análisis de aquellos textos.
Poetas que abandonaron su obra, y comieron de sus mendrugos, conservando cierto misterio, mientras el tiempo se convirtió en un testigo ausente.

Como la película, sus versos se leen de tanto en tanto en algunos sitios web, y recurrentemente algún noctámbulo visita el espacio, y arrastra consigo la poesía, la que ardió en aquel momento, como los fuegos de la noche de brujas, oscuramente arrojados por la pantalla, desde un cine cualquiera de los 90’.