sábado, 28 de julio de 2012

La trinidad de la filosofía

Según Gilles Deleuze existen para los filósofos tres elementos en la filosofía: el plano pre-filosófico que debe trazar (inmanencia), el o los personajes pro-filosóficos que debe inventar y hacer vivir (insistencia) y los conceptos filosóficos que debe crear (consistencia).
Así, trazar, inventar, crear constituyen la trinidad filosófica, para las que se necesitan construir rasgos diagramáticos, personalísticos e intensivos.

Instalar un plano de inmanencia implica establecer una estructura en la cual se puedan territorializar conceptos cuyos componentes estarán delimitados por la naturaleza del  plano creado, el asunto que siempre me intrigó es cómo advertir cuando un concepto habita, en parte o totalmente, un plano de inmanencia diferente, cómo discernir ese límite en que los componentes del concepto no representan, con sus variables, la sustancia del plano pre-filosófico.

Probablemente algunas respuestas provengan de la indeterminación de los conceptos, previamente mal configurados, de personajes conceptuales que divagan en un limbo, del plano todavía transparente, sin tener en claro las interrelaciones y bifurcaciones.

Discernir las complexiones de una obra de arte puede provocar la locura del artista o del filósofo, mientras que en otros casos se ha logrado dominar el plano del intelecto a medida que la obra era construida.

Ante un poema, no todos se acercan del mismo modo, algunos poemas son arborescentes, y se elevan en un plano poblado de universos, otros son lineales cuya verticalidad va mutilando armoniosamente lo labrado en la mente, otros tienen la luminosidad de lo horizontal, extendiéndose en mesetas indefinidas, plácidas e indeterminadas, otros resultan laberintos en los cuales el mismo poeta se extravía, se trata de poemas candentes, endógenos, caóticos, otros se bifurcan naturalmente, como en un prado silvestre, registrando aquello que se encuentra mientras ocurre lo que ocurre.

Yo recojo estos mendrugos, y me permito divagar mientras anochece…

viernes, 20 de julio de 2012

El bloqueo de la escritura

Alguna vez discurrí sobre esto, el bloqueo de escribir, aquella etapa ingrávida en que las cosas no suceden y por ende no pueden nombrarse, ni cifrarse ni tampoco atravesarse despreocupadamente. 
Como refiere Juan Forn en este artículo, citando a Leopoldo Marechal “de todo laberinto se sale por arriba”, sin embargo no siempre se puede ver claro a través de la rendija de los subterfugios mentales, he aquí que muchos escriben oralmente sin ser conscientes del acto creativo.
Antiguamente se apelaba a la memoria, fue así que los rapsodas griegos pudieron recoger las tradiciones orales en torno a la guerra de Troya, imaginemos el contexto, oradores recitando fragmentos en las plazas públicas, en los mercados y templos, agregando o suprimiendo líneas al poema épico, y del otro lado decenas de receptores modificando lo que oían e improvisando con los tañidos de la memoria, hasta que alguien, temeroso de que lo narrado se pierda, decide detener la historia anudándola con palabras, recogiendo las narrativas orales pero conservando la esencia de lo que era preciso no olvidar.

La cólera de Aquiles pudo haber sufrido innumerables improvisaciones, agregados y supresiones, sin embargo el núcleo básico de aquel comienzo  permaneció intacto sobrevolando los siglos. El paso del tiempo registró el nombre de un tal Homero fijando para la escritura los tiestos inmortales de aquel mito, pero esa es otra historia.

Cuántos libros se escribirían si tan solo grabáramos nuestras palabras. Alguna vez imaginé la posible solución, tal como ocurre en el documental que Martín Scorsese realizó con la ensayista Fran Lebowitz, dejando que monologara nocturnamente en un bar cerrado, encuentro que le permitió a la escritora salir de su laberinto creativo.

Me detuve en esa opción, la propuesta de un encuentro, prender un pequeño velador, del otro lado una cámara, o un grabador, servir un vaso del alcohol que se prefiera, y divagar sobre lo que se quiera, hasta perder la noción de saber que lo dicho está siendo registrado, creo que se vertebraría el esqueleto de un probable libro sobre el cual poder trabajar libremente, corregir desde otro plano, fijar las improbables estructuras.

Los poetas de los 90 utilizaban una palabra que representaba ese estado tan temido, del escritor que no escribe, no puedo recordarla pero sé que no figuraba en el diccionario, y es por ahora mi único consuelo. 

sábado, 14 de julio de 2012

Sobre la vocación...


Una noche en La Plata, un examen de latín, un corte de luz en medio del examen, un profesor que elige contar sobre un mito latino, la importancia que significaba en la antigüedad la conservación de la luz como idea de resguardo del conocimiento y la virtud, a los pocos minutos todos los alumnos de la Facultad de Humanidades estaban en la calle, todos menos nosotros, 20 estudiantes de Letras y un profesor de latín, contando una historia increíble en un escenario inaudito.

Esa noche entendí que era la vocación.

domingo, 8 de julio de 2012

Mis hijos son mi casa...

Me ha pasado con Héctor Viel Temperley lo mismo que a Sócrates con Heráclito: lo que entendí de su poesía me gustó, pero también me gustó aquello que no entendí.

Desde el blog de Pedro Mairal comparto este video realizado por los nietos del poeta, a 25 años de su muerte, se trata de un conmovedor testimonio con fragmentos de sus libros y fotos familiares.

Que lo disfruten.

viernes, 6 de julio de 2012

Hermosos perdedores

Ocurre siempre, o de tanto en tanto, suele resultar imperceptible a los ojos del mundo, un poeta que vive su vida taciturno, que escribe y guarda en un cajón lo que escribe, donde  eso que hace es un hilo precario que le permite encontrar una voz que clama en medio de lo cotidiano, su propia voz. Después, en una extraña red de vínculos y causalidades, conoce a alguien que a su vez conoce a otro que le avisa de un encuentro con hermosos perdedores de la literatura, el muchacho no tiene nada que perder, es oficinista, bebe como si se acabara el mundo y cada tanto dice un par de cosas ingeniosas, horas después intenta convencer al auditorio que no hay mejores películas que las de Jim Jarmusch, lleva unos poemas en un papel arrugado, los lee de un tirón, versos que parecen mendrugos, el hombre apenas puede sostenerse y hay quienes creen ver en ese acto una cifra del poeta desvariado arriando contra el mundo.


El anciano gastado de la última mesa levanta una ceja mientras no deja de beber su vaso, el poema es bueno piensa, pero eso no quitará que termine de vaciar lo que queda de esa botella blanca (se consuela con una anécdota, la de un violinista, considerado el más virtuoso del mundo, que ejecutó con su Stradivarius valuado en un millón de dólares la obra más compleja de la música clásica en un lugar infrecuente: el hall de entrada de la red de subterráneos más extensa y frecuentada de todo Nueva York, y al final del día solo había recibido 6 dólares en su gorra “el gran público no es receptivo a la belleza” se justificó), y a la vez él mismo formaba parte de aquel coro de indiferentes que no corría a vociferar que aquello era en verdad buena poesía, que de alguna manera todos temían el daño que como escritores estaban construyendo.

El poeta, tal vez borracho, partió sin saludar, la noche lo engulló, el alba llegaba con sus andrajos bermejos entre los vahos de las alcantarillas y las luces titilantes, en algún momento, entre claroscuros como manchas de tinta, un parroquiano notó la ausencia de la silla que siempre estuvo vacía, escribió la historia que acababa de presenciar, y la guardó en el bolsillo de su largo saco, “son los muertos que acaban de nacer” pensó, algo que valga la pena recordar por algún tiempo.

Suele ocurrir, casi siempre o de tanto en tanto, que tipos como estos terminan siendo personajes conceptuales de quienes los copiaron, y con los años, aquello que se conoce como “poemas reunidos” recogen las esquirlas de una obra mutilada, vaya a saberse con qué mirada, con que rostro difuso detrás de una hilera de botellas.