He aquí un rapto, imágenes que atraviesan la
nostalgia de un vidrio roto.
Alguna vez, trabajé como operario en una
fábrica de autos, lo hice después de haber abandonado la carrera de Letras, fue
una época de cruce de caminos, había dejado de encontrarme y necesitaba pensar
en otra cosa mientras hacia una tarea. En ese entonces había máquinas que
cumplían una función y una fila de obreros que por años las manipularon sin
tener conciencia de su sentido. Traté de entender en que parte del sistema
estaba el ser humano como protagonista de una larga cadena de producción, y la
producción, créase, era una excusa.
Lo cierto es que la rutina de trabajo
resultaba abrumadora si no había algo en que pensar para “matar el tiempo”.
Cuando en una línea de producción sobrevuelan arriba de tu cabeza un promedio
de 80 autos por día, sabiendo que a todos los vehículos hay que agregarles el
mismo artefacto, resulta necesario realizar ejercicios de pensamiento para no
estar pendientes del reloj que marca la rutina. Mi función era colocar el
palier de ambos lados, siempre la misma tarea, exactamente los mismos tornillos
y las mismas herramientas, gestos que al final del día se tornaban mecánicos de
tanto reiterarlos, creyendo que el círculo se completaba al final de la
jornada, para así retomar al día siguiente lo abandonado en el día anterior.
Con el tiempo empiezan las ceremonias que
van pautando el horario de trabajo: la ceremonia de marcar la tarjeta, donde tu
entidad es un pedazo de cartón que registra el exacto momento de tu
invisibilidad, la ceremonia de abrir el morral de las herramientas, la
ceremonia de colocar las herramientas en el orden adecuado, la ceremonia del
primer auto, donde el arranque de la línea coincide con el silencio de los
operarios, la ceremonia del sol filtrándose por entre los ventanales de
acrílico, entre los orificios de algunas chapas, acaso pequeñas líneas de luz
que dejaban en evidencia el polvo del día, entre ruidos metálicos y la bruma
del rocío atravesando las risas de los muertos (casi un año sabiendo
exactamente en que momento del día la luz del sol atravesaba la fábrica), la
ceremonia de dejar los guantes para ir al almuerzo, siempre en el mismo lugar,
con la misma lentitud, la ceremonia de retomar el trabajo, la ceremonia de
conversar en determinado momento, del te o del café apoyado en la mesa, la
ceremonia del último auto, ajustando con cuidado la última tuerca...
Si no hubiera sido por ese modo de concebir
la realidad difícilmente hubiera soportado haber estado esos meses ahí adentro,
pronto supe que el paso del tiempo termina institucionalizando el
comportamiento, que de tanto reiterar movimientos nos convertimos en fantasmas
sin saberlo, que afuera de esos chaperios no ocupamos un lugar en la memoria,
después de todo eso entendí que debía retomar el estudio, porque al final de la
jornada no iba a ser otra cosa que la prolongación de una polea sin entender
nunca el porqué de su funcionamiento.
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