Suele ocurrir después del mediodía, no lo
puedo resolver con palabras, el sol parece blanco, pesa sobre los techos de las
casas, todo lo enmudece, un padecimiento breve y lento, tibieza de la parte
alta de los muebles, un auto agobiado que se escucha de lejos, ni siquiera
pájaros, apenas algunas cigarras y búhos, un sopor que se instala invisible,
una queja que no se nombra, conversaciones imperceptibles en un teléfono.
La gente que duerme después de almorzar,
la gente que se resguarda del calor, que no indaga en esa caminata lenta que es
todo sol que abrasa, ese estar debajo de un ópalo, escuchar que algo se acerca,
algo que parece latir, ¿cuántos grifos invisibles cruzando la calle? La forma
de un quejido imposible de medir.
Algo pequeño, en el interior de las cosas,
se gesta inadvertido. El bosque se pone en movimiento. Los espantajos caminan
con sus grilletes en los tobillos, como parias en vastas procesiones,
aparentando pertenencia.
Mientras tanto, a todo le encuentro
sentido: puertas derruidas, jardines descuidados, veredas rotas, ventanas sin
pintar, largos y misteriosos pasillos, campanarios, rejas oxidadas, canteros
sin flores, buzones sin correspondencias...
Probablemente ese sea el problema.
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