domingo, 14 de diciembre de 2014

La tarde de verano


Suele ocurrir después del mediodía, no lo puedo resolver con palabras, el sol parece blanco, pesa sobre los techos de las casas, todo lo enmudece, un padecimiento breve y lento, tibieza de la parte alta de los muebles, un auto agobiado que se escucha de lejos, ni siquiera pájaros, apenas algunas cigarras y búhos, un sopor que se instala invisible, una queja que no se nombra, conversaciones imperceptibles en un teléfono.

La gente que duerme después de almorzar, la gente que se resguarda del calor, que no indaga en esa caminata lenta que es todo sol que abrasa, ese estar debajo de un ópalo, escuchar que algo se acerca, algo que parece latir, ¿cuántos grifos invisibles cruzando la calle? La forma de un quejido imposible de medir.

Algo pequeño, en el interior de las cosas, se gesta inadvertido. El bosque se pone en movimiento. Los espantajos caminan con sus grilletes en los tobillos, como parias en vastas procesiones, aparentando pertenencia.

Mientras tanto, a todo le encuentro sentido: puertas derruidas, jardines descuidados, veredas rotas, ventanas sin pintar, largos y misteriosos pasillos, campanarios, rejas oxidadas, canteros sin flores, buzones sin correspondencias...


Probablemente ese sea el problema.

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