sábado, 30 de agosto de 2014

La cuerda de tambores


En el verano pasado estuve en la Paloma, donde presencié una cuerda de tambores. En realidad no se cuando apareció el viento, la cuerda ya había nacido y ahora serpenteaba, era domingo, y tuvimos que encontrarla. Pinturas móviles al fondo de unas casas derruidas, fantasmas que tocaban los parches de adentro hacia fuera, acaso animándose con gritos, ciegos que avanzaban danzando, mientras se abrían abanicos de gente. Un grupo de mujeres, una de ellas embarazada, giraba en derredor trenzando círculos, el ritmo que marcaba una pulsión.

¿Es la vida, ancestral, la que urde su aparente arborescencia?

Parece una epifanía colectiva, una ceremonia tribal. De pronto algo los detiene, callan los tambores de La Paloma, empieza un canto que nadie sabe de dónde viene, desde el primer fuego, tensando los barriles curvados en la arena, hasta el último vino compartido, la risa que es de alguien y de nadie, la cuerda que se extiende entre los páramos, completándose a sí misma, conteniéndose a sí misma.

Ahora no hay viento, los tambores desprenden pájaros, arrastran pedazos de telas urdidas por negros cánticos, la cuerda que se hace visible, que se pierde en una curva, y entonces sabemos que es tiempo de volver a casa, que a partir de ahora los años se irán volando.

sábado, 23 de agosto de 2014

Todo es poema en Arnaldo Calveyra


Hay un momento en que el poema se va haciendo con el cuchicheo. También en las iglesias, la gente que reza cuchichea, y yo de chico escuchaba eso...
Arnaldo Calveyra

Canción del fumigador de guardia

Años de ningún poema.

Para mí la línea tachada del verso,
arcoiris en blanco y negro de las comas,
la plaza castellana de la palabra,
solitaria plaza.

Para otros las veredas que se alargan
a medida que las veredas del cielo se despliegan,
vamos entrando en el Decanato de la Rata
y de nuestro oscuro origen
subsistirán algunos nombres
empotrados en los muros.

¿Y dónde quedó el paisaje
que la mañana vuelve sin tan siquiera un árbol?

Lo que usted está mirando
es una bandera amarilla.

Para mí la línea frágil del verso,
la alegría oscilante de la página.

Ahí empieza mi canción.


No deja de sorprenderme, mientras Arnaldo Calveyra escribe poesía, como transita en el lenguaje, muchas de sus preguntas tienen un lirismo y una sencillez conceptual que abruma.
Es interesante detenerse en la crítica literaria que comparten Pablo Gianera y Daniel Samoilovich en la contraportada de la poesía reunida del autor: "La poética de Calveyra desafía los generos. Drama, narración, siempre poesía, su escritura se ensimisma en el ritmo e inventa una lengua utópica que procrea la relación adánica que mantiene con las cosas: todo lo que nombra parece nombrado por primera vez.

Caso singular el de este poeta, que parece recrear un relato que viene de los horizontes frecuentados en su niñez, donde nos dice que debemos huir del adjetivo. No hay una estructura vertical en sus poemas, todo se va hilvanando desde un delicado tejido evanescente, nos cuenta lo que ve mientras "transforma en alegría todo lo que toca".

Para muestra acaso un poema, del libro "Apuntes para una reencarnación":

De nuevo ante tus ojos el espejo de proferir palabras, intocado espejo de nuevo intacto, desprovisto, por momentos, de hombre.

¿Pregunta acaso?, ¿te pregunta acaso? Nadie en él. Nadie a través suyo.

¿No queda nadie en el espejo? ¿Nadie entre palabra y palabra capaz de interrogar por la piedad del cuarto, de interrogar con su ojo glauco por la cancel agobiada bajo el percal de la glicina?

Me recuerdas la oblicuidad de la palabra en el momento de encontrar cabida en el verso.

En el libro "El hombre del Luxemburgo" es interesante como Calveyra evade su atención de la escritura lineal para concentrarse en el chorro de agua de una fuente, que irrumpe serenamente en el libro, introduciendo una mera circunstancia, como si el poeta estuviera paseando en una estación luminosa mientras escribe, y esas distracciones forman parte del poema, no deja de ser un feliz recurso, como diría Flaubert:  "No son las perlas las que hacen el collar, es el hilo" Así, el escritor va hilando lo que sucede, como el poema que ocurre, al poeta le ocurren cosas mientras se deja vivir. Todo es poema en el poeta.

                       A lo largo, a lo ancho del espejo de la fuente alivianado por nubes, la mancha de aceite, la palabra. Cunde, es página -precicipio en blanco y negro-, encierra el arrojo, encierra la intrepidez de significar, ser agua que corre, agua de una fuente, pasión imposible de contener, acuñando en su huida una imagen en los pocos que pasan, música que se destruye no bien oída, ocasiona praderas.

                       Gratitud para con esas historias que lo ayudan a vivir y, llegado el caso,
                       se deja investir por la canción
                                                                      improbable.

Culmino (si tal cosa es posible con Calveyra) con un poema dedicado a Hugo Subielle, titulado café, vale la pena perderse en el relato, donde el tiempo se torna niebla, y las vicisitudes, relevancias...

Sentado a aquella mesa de café que da a la puertay la calle que es horizonte yo soy una tardanza. Hasta tu ventana llegan los caballos que cruzan la calle y apoyan en ella una frente de hombre.

Suele llegar por las tardes un hombre con un reloj pulsera. Acaso perdido en el misterio de cualquier historia, se sienta a una mesa junto a la pared. No habla pero crea sin embargo un silencio que es prolongación del diálogo más ameno. Su pensamiento pareciera pasearse por las habitaciones de una casa abandonada. Al cabo de un momento llama al mozo y le pregunta por la hora. La confronta con la suya. ¿Acaso no está a punto de pedir algo para tomar?, el mozo así lo cree por unos instantes y se demora solícito junto a la mesa, luego sigue con sus ocupaciones más urgentes.

El sol entra aquí como en el cuarto del enfermo: desdeña los muebles oscuros y se pone a tintinear en las obras claras. Se posa en la mano abandonada como el amigo que prefiere el tacto a la palabra.

Son dos hombres y su historia es breve: uno llega con su valija, el otro se sienta a una mesa.

Hombre que espía a sus recuerdos.

Aquí tienen amistad el patio y la palabra patio. Crecieron esos sauces en voz baja. Aquí vienen unos hombres a callarse. Aquí el hombre es tardanza bienhechora.

Aquí se sienta el hombre que es tardanza. Inmóvil, durante horas sentado en los diferentes lugares de la tarde, ya en pleno infinito pareciera despertar  de una espera semejante a la vida.

¡Prefiero la puerta por donde entran los lugares comunes de la gente que pasa!

El hombre de las copas se va yendo por el pasadizo. Antes de desaparecer nos mira con un desaliento de tango en las sienes, sabe que los instantes de un café son irrecuperables.

Si estas cosas se pueden contar es porque somos cuento. 

Nota: la imagen pertenece al siguiente sitio.

domingo, 17 de agosto de 2014

Escribo que escribo...


Rescato este texto de Salvador Elizondo, titulado “El grafólogo”, citado por Vargas Llosa en “La tía Julia y el escribidor”

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.

Esa idea de espiral observada desde una altura que a la vez es un alejamiento, esa contemplación del espacio y del tiempo, ese girar sobre sí mismo, esa búsqueda que es toda escritura. Ese sujeto y ese predicado. Ese verbo desprendido del pasado.

viernes, 15 de agosto de 2014

Notas sobre El rostro


La vi hace poco, en una sala del Gaumont, recordé aquella frase de Juan L. Ortiz en la que se apoyó el director Gustavo Fontan para hacer la película, un poema sobre el principio poético: “Se trata de cierto sentido brumoso que disuelve el contorno de las cosas para hacer sentir la unidad viviente

La película es intrigante, filmada en blanco y negro, sin diálogos, muestra a un hombre llegando en bote a un caserío en medio de las aguas entrerrianas, parece volver al pasado anhelando arriarlo hacia el presente, pronto se van incorporando los fantasmas. El hombre lleva pescado a la mesa, enciende un fuego, mientras las personas se sientan en silencio, esperando el plato de comida, conversando de modo inteligible, mirando en derredor lo que parecen recoger de la memoria. El sonido cobra un rol fundamental, simboliza el encuentro con los muertos, la llegada y la convivencia.

Los botes van aparcando mientras todo lo inasible avanza hacia orillas inextricables cubiertas de niebla. Entre las paladas de los remos se pueden percibir opacidades y destellos que parecen inalcanzables, hay un tiempo para callar y un tiempo para perderse en los recuerdos, conjurados mediante imágenes (lenguaje sin palabras) que cohesionan la estructura de la película. Da la impresión que es imposible convivir en ese plano yuxtapuesto por múltiples expresiones de la “realidad”, pareciera que el protagonista lo sabe y solo se deja vivir mientras va descubriendo espacios que lo alejan, los fantasmas lo van dejando luego de haber compartido el día, vuelven a su limbo, a su no-pertenencia, a su aparente realidad, finalmente el bote, que el espectador cubre de conjeturas, se aleja avanzando por inercia entre la oscura mansedumbre.

En el film se percibe un conocimiento profundo, subyacente y exploratorio sobre el rio, que como dice el director, “entre las islas, forma arroyos y cada uno de ellos recibe un nombre. Es muy difícil, para los que vamos de "afuera", reconocerlos; porque mutan, porque se parecen, porque -llevado y dejándose llevar- uno pierde rápidamente las referencias. Es muy difícil, también, para los que no somos de ahí, leer el río en su hondura concreta: las profundidades (ocultas o apenas sugeridas en la mansedumbre aparente del agua), o los cruces de corrientes en las entradas y salidas de los arroyos, siempre riesgosas, que exigen una particular dirección del bote, por ejemplo”...

En su blog, bajo el mecanismo de una bitácora, Fontan escribió el 6 de julio de 2012 lo siguiente:
Ahora sé: el vínculo entre los muertos y los vivos no es de distancia salvada por el recuerdo. La relación se expresa como tensión entre distancia y cercanía. Los objetos, las acciones, los olores, la luz, traen al otro, lo presentizan. Pero esa presencia es a su vez una fuga, un agujero. En esas tensiones de aparición/desaparición, distancia/cercanía, debemos construir el vínculo entre los personajes.
Recordar: “Los pasos del que pasea/ se convierten en lugares. /Mientras se presenta ante/ el laberinto de los años/ se asoma al pozo de su cuerpo”. (Arnaldo Calveyra, que casualmente estoy leyendo)

Hace poco un amigo me comentó lo siguiente:
Dos cosas aprendí de Ingmar Bergman, el gran director sueco:
-que el cine no precisa del discurso hablado para transmitir un mensaje;
-que si una película no contiene ni transmite un mensaje, no merece ser proyectada.

En Bergman,  cada imagen nos dice algo. Cada imagen nos asombra y nos deslumbra. Cargadas de sentido, sus imágenes no son efectistas. No fue solo un cineasta sino un filósofo y también un teólogo que enseñó a buscar eso que algunos llaman “la idea de Dios” que se supone sea el “primer principio” del universo.

Hoy encontramos algo parecido en el cine de Gustavo Fontan...

En un momento, previamente a la película filmada en Entre Ríos (cuando solamente había visto el tráiler y los comentarios) me acordé de algo relacionado cuando estuve en Uruguay en Laguna negra, me llamó la atención ese estado de tensión entre vivos y muertos que se advierte en la película, en esa laguna oriental se encuentra un bote abandonado que perteneció a un lugareño ya fallecido, en aquel lugar las barrosas aguas llegan a una orilla de piedras y apenas se escuchan, y siempre está presente la sensación de que alguien está por venir o aparecer. Vivos y muertos, esperando recoger el sol anaranjado. Tal vez por eso me haya inquietado la película, incluso expresa una noción de entropía, un llamado que te deja como ausente y a la vez te hace sentir parte, realmente es otro mundo, que no es posible discernir con claridad.

Hubo una vez una definición interesante, la formuló un escritor linyera que vivía en las aguas del Delta, su historia fue recogida por Laura Ramos en un texto:

“Hay que cuidarse de no caer en el agujero negro. La isla te aferra y sumerge en su interior, los pies se hunden, el piso te chupa como arena movediza. Es un agua oscura la que te tironea y te fija en el barro. Y el Delta es opaco, reserva su energía, jamás muestra su fondo”.

Como ser verá, un mundo oculto, que apenas podemos balbucear desde una periferia.


sábado, 9 de agosto de 2014

Soy el hombre que quiere ser aguada...



Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada.
Soy el hombre que quiere ser aguada
para beber tus lluvias
con la piel de su pecho.
Soy el nadador, Señor, bota sin pierna bajo el cielo
para tus lluvias mansas,
para tus fuertes lluvias,
para todas tus aguas.
Las aguas como lonjas de una piel infinita,
las aguas libres y las de los lagos,
que no son más que cielos arrastrados
por tus caídos ángeles.

Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada.
Tuyo es mi cuerpo, que hasta en las más bajas
aguas de los arroyos
se sostiene vibrante,
como en medio del aire.
Mi cuerpo que se hunde
en transparentes ríos
y va soltando en ellos
su aliento, lentamente,
dándoselo a aspirar
a la corriente.

Soy el nadador, Señor, el hombre que nada
hasta las lluvias
de su infancia,
que a las tardes crecían
entre sus piernas salpicadas
como alto y limpio pajonal que aislaba
las casonas
y desde sus paredes
celestes se ensanchaba.

Soy el nadador, Señor, el hombre que nada
por la memoria de las aguas
hasta donde su pecho
recuerda las pisadas,
como marcas de luz, de tus sandalias.

Y recuerda los días cuando el cielo
rodaba hasta los ríos como un viento
y hacía el agua tan azul que el hombre
entraba en ella y respiraba.
Soy el hombre que nada hasta los cielos
con sus largas miradas.

Soy el nadador, Señor, sólo el hombre que nada.
Gracias doy a tus aguas porque en ellas
mis brazos todavía
hacen ruido de alas.

El nadador, Héctor Viel Temperley (1967)



Para mi amada, estos versos en su día...

viernes, 1 de agosto de 2014

El poeta y el poema


Acerco un ensayo poético de Alejandra Pizarnik, motivado por el ejercicio que implica, en ocasiones, el acto de suprimir palabras para imaginar otras, acaso desconocidas, como si fueran ornamentos poblados de significado. En esta incursión hacia lo indeterminado, Pizarnik reconoce en su estudio la necesidad de cuestionar/indagar/refutar “lo poético”, la maravillosa disrupción del entendimiento en el inalcanzable espacio de la poesía.
El estudio culmina con la relación del poeta con el lector en el momento de crear el poema, “nunca he buscado al lector” expresa Alejandra, y no puedo menos que coincidir...

Del texto “Prólogos a la antología consultada de la joven poesía argentina” (1968) [Alejandra Pizarnik: Prosa completa]

                                                                 El poeta y su poema

Un poema es una pintura dotada de voz, y una pintura es un poema callado
 Proverbio oriental

“La poesía es el lugar donde todo sucede. A semejanza del amor, del humor, del suicidio y de todo acto profundamente subversivo, la poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad. Decir libertad y verdad y referir estas palabras al mundo en que vivimos o no vivimos es una mentira. No lo es cuando se las atribuye a la poesía: lugar donde todo es posible.”
(...)
En oposición al sentimiento del exilio, al de una espera perpetua está el poema –tierra prometida-. Cada día son más breves mis poemas: pequeños fuegos para quien anduvo perdida en lo extraño. Dentro de unos pocos versos suelen esperarme los ojos de quien yo sé; las cosas reconciliadas, las hostiles, las que no se cesa de aportar lo desconocido; y mi sed de siempre, mi hambre, mi horror. Desde allí la invocación, la evocación, la conjuración.
En cuanto a la inspiración, creo en ella ortodoxamente, lo que no me impide, sino todo lo contrario, concentrarme mucho tiempo en un solo poema. Y lo hago de una manera que recuerda, tal vez, el gesto de los artistas plásticos: adhiero la hoja de papel a un muro y la contemplo; cambio palabras, suprimo versos. A veces, al suprimir una palabra, imagino otra en su lugar, pero sin saber aún su nombre. Entonces, a la espera de la deseada, hago en su vacío un dibujo que la alude. Y este dibujo es como un llamado ritual. (Agrego que mi afición al silencio me lleva a unir en espíritu la poesía con la pintura; de allí que donde otros dirían instante privilegiado yo hable de espacio privilegiado.)
(...)
 “Nos vienen previniendo, desde tiempos inmemoriales, que la poesía es un misterio. No obstante la reconocemos: sabemos dónde está. Creo que la pregunta ‘¿qué es para usted la poesía?’ merece una u otra de estas dos respuestas: el silencio o un libro que relate una aventura no poco terrible: la de alguien que parte a cuestionar el poema, la poesía, lo poético; a abrazar el cuerpo del poema; a verificar su poder encantatorio,  exaltante, revolucionario, consolador. Algunos ya nos han contado este viaje maravilloso. En cuanto a mí, por ahora es un estudio”.

El poema y su lector

"Si me preguntan para quién escribo me preguntan por el destinatario de mis poemas. La pregunta garantiza, tácitamente, la existencia del personaje.
De modo que somos tres: yo; el poema; el destinatario. Este triángulo en acusativo precisa un pequeño examen.
Cuando termino un poema, no lo he terminado. En verdad lo abandono, y el poema ya no es mío o, más exactamente, el poema existe apenas.
A partir de ese momento, el triángulo ideal depende del destinatario o lector. Únicamente el lector puede terminar el poema inacabado, rescatar sus múltiples sentidos, agregarle otros nuevos. Terminar equivale, aquí, a dar vida nuevamente, a re-crear.
Cuando escribo, jamás evoco a un lector. Tampoco se me ocurre pensar en el destino de lo que estoy escribiendo. Nunca he buscado al lector, ni antes, ni durante, ni después del poema. Es por esto, creo, que he tenido encuentros imprevistos con verdaderos lectores inesperados, los que me dieron la alegría, la emoción, de saberme comprendida en profundidad. A lo que agrego una frase propicia de Gaston Bachelard:
"El poeta debe crear su lector y de ninguna manera expresar ideas comunes".