Mientras
discurre el arrebato, el poeta fija un vértigo de sus candentes revelaciones,
el tiempo es indefinido, no hay un trabajo de corrección –lo
que se vomita no se "puntúa"– luego pasa un tiempo, el contexto varía, las
lecturas aumentan, y las estrofas cobran otra forma.
Tengo
al respecto una idea precaria del sentido de la puntuación, el poema parte de
una linealidad que pretende una fuga invisible, las reglas gramaticales pautan
los bloques de palabras, es preciso delimitar la construcción, otorgar un ritmo
y una estructura, como cuando el poema es recitado con las ventanas cerradas,
aquí es interesante acercar un oído complaciente. En la oralidad, el silencio
ocupa un espacio, la palabra es resignificada, adquiere otro tono, otra musicalidad,
probablemente acentuada por las puntuaciones que el orador torna visiblemente
audibles, como si interpretara los signos lingüísticos de artefactos que no
poseen escritura (al respecto hay un ejemplo simbólico: las molas multicolores
kuneñas, cuyos telares comunican información prescindiendo de soportes
escritos). Con la puntuación, las estrofas pierden ambigüedad, pareciera que cada fragmento cierra una unidad, que
el plano vertical de los versos escritos se desplazan horizontalmente en la
lectura, que hay un trabajo de significado luego del arrebato.
Al final, solo hay un punto.
Al final, solo hay un punto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario