Si tuviéramos que analizar corrientes de
pensamiento en torno al acto de creación literaria, tendríamos por terreno
enormes bifurcaciones con pocos elementos en común. Haciendo escuetas lecturas
del caso podríamos enhebrar algunas cercanías. Pero sería evidente la ausencia
de puentes donde soslayar la materia, el perímetro, la substancia, el complejo
enramado.
Por un lado, hay quienes estiman que la
creación literaria se debe a una contemplación de la naturaleza, entendiéndose
por naturaleza todo aquello que figura estático y simula un devenir, algo que
es habitual y que es preciso apartarse para poder percibir un mundo detrás de
las cosas. Paralelamente el espíritu debe estar sosegado, en estado apacible y
perceptivo a todo lo que ocurra, por insignificante que parezca. Parecería una
receta. Probablemente (quienes recuerden el film “La sociedad de los poetas muertos”
tal vez concuerden) aquellos que aprueban la escala de Pritchard para
clasificar un poema adscriban a estas ideas.
Creo que necesariamente hay algo más candente,
algo que resulta complicado definir.
Siguiendo la disyuntiva, una segunda corriente
de pensamiento sostiene que el poeta debería ser considerado un vidente,
alguien que ve lo que otros creen ver, idea que se encuentra asociada, tal vez
involuntariamente, al descenso de la profundidad del alma, que debemos conocer
si pretendemos luego ilustrar sus pormenores a través del artificio de la
palabra. Esto ocurre simplemente, no hay premeditación ni proposición, tampoco
suposición. No hay elementos afectivos o perceptivos en el "contexto"
que se pretende "trazar". Surge lo que debe surgir y en todo caso el
poeta hará un trato con la belleza. Si en Filosofía la creación de un concepto
incluye una serie de componentes que a su vez deberán estar, en cierta manera,
imbuidos en un plano de inmanencia, concentrados en una estructura que
igualmente habilita la noción de infinito, podemos decir entonces que, en
poesía, o en el poema, ese plano de inmanencia contempla una "fase"
anterior que es preexistente al acto de pensamiento, preexistente al propio
plano donde se gesta lo concebido volcánicamente. Si el plano de inmanencia es
lo no pensado del pensamiento, en el poema necesariamente existe una antelación
a esa gestación en trance, probablemente more allí lo revelado, inherente a la
verdad y a la belleza (igualmente suponer esto conlleva desbrozar la palabra esquema
por esquema, ya que si tuviéramos que ejemplificar perceptivamente el asunto
podríamos mencionar el desarreglo de los sentidos como modo de hilar una
divagación). Pero ciertamente resultaría imposible corroborar con variables ese
estado del alma, imposible discernir con el artificio aquello que el vidente
apenas puede apresar. Dilucidarlo sería abrumador.
Frente a estas apreciaciones, quienes
representan la primera corriente de pensamiento, experimentan la belleza como
idealización o exaltación de lo visible (hacen de la poesía una estatua, un
jardín de flores enlutadas, un acto que adscribe a ilustrar lo excelso y lo
broncíneo).
Los últimos en cambio logran ilustrar, con su
arte, la fealdad de la belleza.
El acto de escritura que supone entremezclar
lo aparente, la pintura compasiva que se pinta con desgarro.