¿Cuando ocurrió?
el fresno de la cuadra ya no es amarillo
apenas una brisa en el murmuro débil de una corteza
los años que se pierden en un conjuro.
¿Cuando ocurrió?
el fresno de la cuadra ya no es amarillo
apenas una brisa en el murmuro débil de una corteza
los años que se pierden en un conjuro.
Desde aquí se puede ver el jardín (jardín del jardín), al jardín y al hombre que se escribe con los años, años del hombre dedicados a escribirle a un jardín, ocupados en parecérsele, terminan por ser años, por ser pausas de jardín. A estas horas de la mañana en que hombre y jardín lentamente se reciben de intemperie, las noticias se espacían, entre los canteros se lee una ausencia, la huella de cartas que no llegan, de cartas que nadie manda.
De “Diario
de Eleusis”, Arnaldo Calveyra
En
este último tiempo, en donde no encuentro espacios para las ideas, leer esto me
parece algo nuevo, como si el poeta dialogara con lo que va siendo creado, y a
su vez, lo creado cobra otra entidad, se aleja lo suficiente para formar parte
del poema. Es como si todo ese ejercicio fuera concebido para saber por qué (y
en qué momento) nace el poema. El modo en cómo el autor lo resuelve es alentador,
despoja la paradoja, segundos antes de la pregunta que probablemente hagamos
cuando el jardín se ponga en movimiento.
Esta esquiva particularidad de los versos que se van desplazando hacia una nada cubierta de nubarrones, la correspondencia de algún tipo de ejecución, que hizo del barroquismo un axioma desprovisto de cualquier mecanismo o tránsito asociado con lo empírico, ese perder en algún momento el curso lírico donde discurren las aguas tormentosas del poema, la orilla impávida que ahora contemplo, rodeada de casuarinas, la memoria que se escurre a través de un hilo de agua.
La precedencia o la originalidad,
habría que analizar este tópico acaso literario, hay que soslayar las peripecias de lo atravesado vaya a saberse bajo que improcedentes circunstancias. Plantear la anterioridad como algo subyacente al proceso creativo segundos antes de plasmar una sentencia.
No quisiera fabular sobre los cruces de caminos, donde a veces quedan resueltos los recovecos, mientras resultan invisibles los horizontes aplanados luego de las homogéneas relecturas.
Es como cubrir con el tiempo un agujero donde se perdieron las palabras, las únicas posibles para aquella remembranza, el poema que se transformó en otra cosa.
Muchas veces hay obstáculos que superponen esa problemática que implica querer escribir y promover una aceptación del oficio, si tal cosa es concebida.
Esa restricción ocurre en los márgenes de un círculo social, donde los trabajos de los poetas forman parte de un mundo indiferente, sin alcanzar a sedimentar la imbricación de cualquier concepto desprendido de un conjunto de versos. Lo que hacemos, por la simple necesidad de hacerlo, queda afuera de todo reconocimiento, lo complicado que resulta fijar en palabras la antelación de lo creado, ese paso previo -nunca publicable- que difícilmente encuentre un espejo donde podamos, brevemente, demostrar la posibilidad de su existencia orgánica -acaso bajo la forma de un cuerpo reptando hacia las ideas, o un recurso que el paso del tiempo termina mutando en otra sombra- tal vez algo que se confía entre los pliegos de una retirada, cuando ya no quedan cosas por discutir, cuando finalmente optamos por callar.
Ese espejo del otro que solo lee lo postergado sin una máscara, ese poema que nunca termina de nacer.
Alguna vez, acaso como ejercicio narrativo, tengamos que tensar un arco, arrojar una construcción y medir el tiempo que tarda en llegar esa espera o sentencia, y quizás sea posible, entre ambos puntos (escritura y corrección) establecer un sistema de relaciones de todo aquello que fue poblado y sesgado, ya sea insertando conceptos filosóficos, ya sea imbricando planos arborescentes.
Tal vez a eso, con debidas relecturas, se lo entienda como tener una voz en el poema, por más que pasemos del barroquismo al despojamiento de recursos, de lo deshabitado a procesos de condensación y conceptualización.
Los recorridos y las experiencias juntan cosas o ideas que refuerzan esa noción de la forma y el fondo. Explican, sin alusiones, los colores de todos los atardeceres, las sombras de todos los árboles.
En ese declive de una sola línea -un trazo tembloroso- ubiqué la nube oscura de mi poema, donde aún sigo sin entender el por qué ni las consecuencias, donde no ubico el verbo tal como corresponde. Esa nube cubre el exacto momento de mi pequeña y breve tempestad, a la que llego luego de un día esquivo, juntando sombras, preguntándome si el tiempo me tendrá reservado algún cuestionamiento.
El dibujo que no es, alcanza para dirimir el interrogante que nunca llego a interpelar. Debería saberlo, que los años amontonan postergaciones, que ya no soy aquel adolescente, que las cuentas siguen sin saldar.
La nube de mi poema ahora tiene contornos de color anaranjado, y un brillo intenso blanquísimo detrás, como si supiera donde termina el atardecer, como si tuviera una respuesta al final del verso.