En
el último libro publicado por Daniel Samoilovich, se comparte un poema del
poeta chino Su Che, de aparente simpleza, traducido por María Teresa León y
Rafael Alberti, que expone de una forma acaso alegórica lo que implica el entendimiento,
la confusión y el error en la interpretación y construcción de unos versos. Releyendo,
puedo concebir el sentido de la primera lectura de Samoilovich: la vinculación
del poema con la caverna de Platón, donde al final agrega una idea muy potente,
cuando dice que “acaso todo error en un mundo sea un acierto en otro que apenas
podemos pensar, un patito feo de una raza de cisnes fantásticos”.
Me pregunté
desde una orilla cubierta por madreselvas, si todos aquellos que simplemente
intentan hacer bien su trabajo, no persisten en el error de alguna manera, pero
sobre todo me detuve en el alcance que puede llegar a tener la poética del
error cuando cruza hacia otros planos, si acaso es posible descubrir cuánto de
ramificado tiene el acierto en el objeto creado a partir del desacierto.
Guardo
para otra ocasión el poema de Su Che y la feliz reflexión del recientemente
fallecido poeta, ensayista, editor, periodista y traductor argentino:
El
joven sirviente barre la terraza de jade
intentando
apartar las sombras de las flores.
En
vano: cuando el sol, al decaer, deja que se esfumen,
el
claro de luna las trae de vuelta.
Quiero
explicarme la emoción que despierta este poema y pienso que se trata de su
visible y sencilla presentación de un combate en torno a nada, o a una ilusión,
a una mácula en rigor inexistente, pero por lo mismo inextinguible. El hecho de
que, en una convención extendida en la poesía del período Han, la terraza de
jade que el joven está tratando de despejar sea el campo de batalla del amor,
un símbolo o correlato material del amor sexual pensado como lugar perfecto,
agrega una dimensión sugerente pero no imprescindible: yo, por lo menos, admiré
durante años este poema sin saberlo. Los dos primeros versos presentan la
confusión del sirviente entre las flores y su sombra; los dos últimos, al
introducir el paso del día, evocan la figura solitaria que ha estado toda la
jornada empeñada en la tarea: y hay un paralelo entre la impersonal,
involuntaria pertinacia de las hojas en arrojar sombra y la insistencia del
joven sirviente en su confusión. Las
hojas persisten a través de una retirada y un retorno (el crepúsculo se las
lleva, la noche las trae de vuelta); el joven, persiste en su incapacidad de
entender lo que pasa. Estando
involucradas cosas y sombras, es casi imposible no pensar en la caverna de
Platón. Tampoco los encadenados entienden, justamente porque lo están y no
pueden tocar lo que ven, comprobando así su falta de sustancia material;
digamos, de un modo brutalmente anacrónico, que al encadenarlos Platón torna
verosímil la situación en que no pueden reunir la información suficiente sobre
la naturaleza de lo que ven. El joven sirviente, en cambio, no sabemos por qué
no entiende, es más mágico o absurdo, como se prefiera, su no entender: Su Che
nos pide sin más que aceptemos que no entiende, e incluso que persiste durante
toda una jornada (que valdría por un tiempo infinito) sin que su experiencia le
muestre que esas hojas no son “reales”. Platón encadena a sus personajes, el
poeta chino deja libre al suyo. ¿Será esta una diferencia entre filosofía y
poesía? ¿Es en Platón el que no entiende una víctima y en Su Che un héroe? La
metáfora, la paronomasia, la aliteración, la sinécdoque, casi no hay figura
retórica que no sea de algún modo una confusión: confusión entre sonido y
sentido, entre dos cosas semejantes en algún punto, entre la parte y el todo.
La propia creencia en que una musicalidad más eficaz hace a una frase más
cierta es, lógicamente, una confusión absoluta, y sin embargo se trata de una
confusión sin la cual la poesía no podría existir. Los chinos —para volver a los
chinos— parece que agregan a este error otro más, para nosotros muy difícil de
concebir: la asimilación entre la belleza de la escritura en su aspecto gráfico
y la belleza de la idea expresada. Para los chinos un excelente poeta es
también un calígrafo excelente, y el ideograma mejor dibujado expresa mejor,
más clara y elegantemente el concepto; el concepto no acaba nunca de estar en
el ideograma, necesita ser dibujado de nuevo cada vez para que la pericia e
inspiración del calígrafo-poeta le hagan rendir algo nuevo. Estamos ante un
concepto de la escritura y el sentido que por momentos intuimos y por momentos
se nos escapa, ante algo que a ratos parece un error enorme y a ratos una idea
maravillosa, maravillosamente diferente de las nuestras: de una materia
diferente, diríamos. Acaso todo error en un mundo sea un acierto en otro que
apenas podemos pensar, un patito feo de una raza de cisnes fantásticos. Acaso
la inútil tarea del joven sirviente no sea tan inútil, ya que es ella la que genera
el poema. ¿Será esta, entonces, la diferencia entre filosofía y poesía? Al
revés que el esclavo encadenado, alegoría de la ignorancia e imperfección
humanas opuestas al mundo perfecto de las formas, el sirviente de Su Che crea
una forma, la forma del poema que sin su equivocación no existiría. Por otra
parte, inmerso como está en una especie de sueño, el joven que barre se parece
más a un monje budista haciendo laberintos de arena que a un necio; no hay en
él imperfección alguna, sino cierta iluminación por el error, cierta perfección
del sonambulismo que no disgusta como imagen del artista.
Del
libro “Estética del error. Apuntes sobre arte y poesía”, de Daniel Samoilovich.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2024.