Luna llena en el patio de casa, la línea del
cable telefónico atraviesa las pequeñas nubes que pronto comienzo a olvidar, es
la parte de la noche en que me recuesto a pensar lo que quisiera hacer al otro
día, o al día siguiente, un whisky en una mano y un habano en la otra, y la
tierra que gira alrededor de una circunstancia.
Pronto la línea atraviesa la luna
incandescente, la infancia plateada desde cuyas huellas desandé los
innumerables atavíos, el perpetuo discernir de lo que nunca exclamaré (y he
aquí me deuda sin pagar, preguntándome quien es el que me interpela en esta
soledad de laguna quieta, este discurrir sin sombra).
Así las cosas, miro la luna entre las
volutas de humo, el único poste la transforma lentamente en un eclipse, desde
donde observo solo hay claridad, y ganas de empezar algo nuevo.
Y antes que me olvide, comparto una faceta
poco conocida del gran Alberto Laiseca, la poesía...
Por ti me he vuelto extravagante
como un diablo extranjero.
Miro tus ojos y veo florestas oscuras con algo de amarillo.
Senos infantiles pero de inmensos vértices;
pies diminutos y perfectos.
Entre tus piernas una pequeña Diosa China desnuda.
Cuán clamoroso el brote de bambú,
el marfil rosado,
con que la deidad se corona
como atributo divino.
Me fascina tu pelo negro
sobre la convulsión marrón de los tapices.
Pero Grandes Oídos captan el roce de los dedos
antes de que éstos lleguen a tocar la piel.
Te miro en público y mi corrección se altera.
Sé demasiado bien que múltiples ojos lo registran,
mientras las verdes aguas de la vergüenza
amenazan tragarnos.
No comprendo por qué,
a causa de mi condición femenina,
y de tu Origen Celestial,
sería mal visto si dijese
que eres encantadora.
Poema escrito por una cortesana desconocida del palacio de Nancia a la Reina.