sábado, 5 de diciembre de 2015

Loro, campesino, obrero...



En esta vida, que no es ajena, el loro se repliega en el verde del campo amarillo, lo cercan las  alambradas y los desvaríos, sus alas baten en bajada un retroceso, que lo posa en un cerco rodeado de juncos, parece asumir esa vida de vuelo tibio y rasante, el graznido de los otros fantasmas que lo cruzan, anhelando morir entre los maizales...

En otra circunstancia esa misma sombra toma un trago mientras el rayo de sol naranja, percutido en los cristales, le devuelve un brillo en el rostro, el oro oculto en lo frondoso de su barba, que la opacidad del sol deja en evidencia. Entonces bebe en calma, un cuenco de agua fresca, ataviado con la estepa del hollado sembradío, esas largas telas manchadas de barro, que arrastran los cardos en la espesura, sabiendo que nunca llegará al horizonte, porque “ahí no hay nada”, salvo metafísica, vencido entre los silbos que recogen sin nostalgia la última hilera de verduras.

Ahora se seca el sudor de su frente oscura, pensando en el puente que tensa la sombra de sus manos, un micro levanta polvo al pasar, en un alto de las tareas, que es cuando los obreros miran el crepúsculo creyendo entender, sintiendo los callos que se endurecen en silencio, apenas una ventisca de nenúfares en flor, o un manojo de cañas retorcidas por el sol y la sequía, acaso un pantano de aguas negras al costado de la ruta, un perro que cruza el puente recién construido, el acto que lo inaugura, el silencio que tal vez sea asombro, aquel estar sin poder saberlo.

Tres vidas
Un cuerpo.
El viento de la memoria que arremolina nuestra única certeza.

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