El otro día (hace años), un niño junto a un hombre tocó el timbre de mi casa (que no funciona), para hablarme de Dios, lo hacía repitiendo de memoria lo que el señor que estaba detrás le había inculcado, de nada sirvió que le dijera que no creía en todo eso que estaba diciendo, el niño me preguntó por qué estaba enojado con Dios, fue allí que se hizo un silencio, y sentí enojo no por lo que decía el niño, sino por el hombre que asentía orgulloso lo que su cordero estaba repitiendo sin ningún tipo de razonamiento. Me enojó el lavado de cerebro.
Elegí el silencio y proseguir con mi día, el niño y el hombre se fueron sin mi respuesta, pero me hubiera gustado decirle, que cuando tenga la edad suficiente, lea el Evangelio según Jesucristo que escribió José Saramago, que entienda lo que fue el Concilio de Trento, que estudie lo sucedido en torno a las cruzadas medievales en nombre de aquel dios (como gustaba escribirlo el Nobel portugués), que comprenda cabalmente las atrocidades que se cometieron en nombre de la Iglesia Católica, así como de otras religiones.
En qué se convierte ese niño es un dilema.
La historia sigue su curso, así como la literatura ofrece su amparo.