“Si lo
que trae de allá tiene forma, él da la forma…”
Algo así escribió Arthur Rimbaud en su famosa
carta del vidente.
¿Qué quiso decir?
¿Que si el vidente alumbra la forma, porque le
ha sido dado ver, el poeta entonces recoge esa representación, porque le ha
sido dado verbalizarla?
Si el poeta trae lo que ve, y no hay en ese trance una decodificación, una tarea de “traducir” lo que ve, el poeta estaría ofreciendo tinieblas de esos recónditos inhabitados por el hombre.
Estaría fijando ese vértigo haciendo un trato
con la belleza, la misma que será convertida en fósil para la posteridad.
Esto no siempre es así.
A veces esos versos se cantan, y provocan con
su evocación que legiones de poemas se disparen como flechas hacia pantanos
desconocidos.
Versos que de algún modo conservan la mohosa
hierba del fangal donde nadaron sus videntes.
Astillas de la madera hundidas en la uña del
poema, algo que permanece, algo que es…
Algunos de esos poemas han sido conjeturas de penumbras, algunos de esos versos ardieron como braseros en los ebrios corazones.
Leerlo a Rimbaud conlleva esa evidente paradoja.
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