sábado, 12 de noviembre de 2011

Los barrios de la infancia


Hay barrios que dejaron de crecer, ingresaron en una especie de nebulosa tragándose los sueños de sus moradores, y desde esa cuadratura contemplaron un mundo que los dejó a la deriva, girando en derredor mientras las cosas pasaban en otro plano, bajo una realidad siempre ajena.

Los techos grises de esas casas persisten sin nostalgia ante alguna que otra mano de pintura, alguna que otra cicatriz. Los que vieron nacer ciertas cosas pudieron modificar apenas algunos componentes de su pequeño sistema, mientras nuevas generaciones jugaban con olvidados juguetes viejos, tratando evitar cruzar la calle como lo hacían sus padres, porque ahora la calle era una “avenida” y los colectivos y los autos hacían trizas la “hora de la siesta”. El contexto varió, pero no su esencia, su idiosincrasia, su sentido de pertenencia, de significado, porque algo tiene que significar todo eso, algún cobijo debería ofrecer a quien nostalgia lo ya ocurrido.

De alguna manera los ancianos se fueron yendo, otros dejaron la casa para sus hijos, que tuvieron la particularidad de haber agregado ladrillos con la espalda cansada de tanta incertidumbre, regando taciturnamente las mismas macetas agrietadas, tal vez las mismas plantas sin flores. Tiene algo de sentencia el asunto, con ciertas arquitecturas es realmente imposible modificar el espíritu, hay algo ahí que es inherente a un modo de construcción y a un modo de callar lo que se construye, y no hay manera de enmendarlo, de que entre luz o de que salga viento.

Lo cierto es que hay silencios que se acumulan, el tiempo le agrega capas de hollín y oxido a las paredes y los herrajes de los portones, los goznes de las puertas y las cerraduras desvencijadas. Es como la representación de lo abyecto. A los patios daría la impresión que una pátina borrosa les diera un tono que a la luz del sol pareciera un tipo de barniz o de miel, mientras se trata de hurgar en los recuerdos cuando fue la última vez que pasó un vendedor de escobas, cuando fue por última vez que se escuchó una cigarra, o que los niños se treparan a un árbol de moras en las veredas violetas de la infancia.

Hay barrios enteros que perdieron la capacidad de revisar su memoria, a pesar de que puede parecer tan fácil socavar el pasado y provocar algún gesto cálido, en el rostro arrugado de aquellos que simplemente esperan terminar su día, sin ningún tipo de pretensión o deseo.
Hay barrios enteros que simplemente ven pasar por sus veredas gentes desconocidas, visitantes, ocasionales transeúntes. Los árboles mudaron hacia el amarillo desde hace tiempo, resecos sus tallos y abnegados sus ramajes. Sorprende saber que dan sombra, que de alguna manera representan por su tamaño el paso de las generaciones, la cantidad de niños que se treparon con alegría. Difícilmente ese amarillo se pueda conseguir en una pinturería.
Mientras tanto, detrás de las paredes parece que la vida prosigue, una telenovela encendida a la tarde, el olor del café en una ventana, el patio recién baldeado, la vecina que barre el pasado, los pájaros que danzan entre el polvo y las migas de pan.

Y esto que siempre será horizontal a pesar de los herrumbrados sueños verticales.

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