Otros —los inocentes o bien
linfáticos—,
no encuentran en los bosques más que encantos lánguidos,
soplos frescos y perfumes tibios. ¡Son felices!
Otros se sienten presos —soñadores— de místicos terrores.
¡Son felices! Para mi, inquieto, y a quien un remordimiento
espantoso y vago enloquece sin descanso,
por los bosques tiemblo cual un cobarde
que temiera una emboscada o que viera muertos.
Esas grandes ramas nunca en paz, como la ola,
de los que cae un silencio negro como una sombra aún
más negra, todo ese triste y siniestro decorado
me llena de un horror trivial y profundo.
Sobre todo en las tardes de verano: el arrebol del ocaso
se funden en el gris-azul de las brumas que el tiñe
de incendio y de sangre, y el ángelus que tañe
en lejanía semeja un grito quejumbroso que se acercara.
El viento se alza caliente y pesado, un estremecimiento pasa
y vuelve a pasar, cada vez más fuerte, por la espesura
cada vez más sombría de los altos robles, obsesionante,
y se desparrama, lo mismo que un miasma, en el espacio.
Viene la noche. El búho vuela. Es el momento
en el que se piensa en los cuentos de los abuelos ingenuos...
Bajo una espesura, allá lejos, unas fuentes vivas
hacen un ruido de asesinos apostados, concertándose.
no encuentran en los bosques más que encantos lánguidos,
soplos frescos y perfumes tibios. ¡Son felices!
Otros se sienten presos —soñadores— de místicos terrores.
¡Son felices! Para mi, inquieto, y a quien un remordimiento
espantoso y vago enloquece sin descanso,
por los bosques tiemblo cual un cobarde
que temiera una emboscada o que viera muertos.
Esas grandes ramas nunca en paz, como la ola,
de los que cae un silencio negro como una sombra aún
más negra, todo ese triste y siniestro decorado
me llena de un horror trivial y profundo.
Sobre todo en las tardes de verano: el arrebol del ocaso
se funden en el gris-azul de las brumas que el tiñe
de incendio y de sangre, y el ángelus que tañe
en lejanía semeja un grito quejumbroso que se acercara.
El viento se alza caliente y pesado, un estremecimiento pasa
y vuelve a pasar, cada vez más fuerte, por la espesura
cada vez más sombría de los altos robles, obsesionante,
y se desparrama, lo mismo que un miasma, en el espacio.
Viene la noche. El búho vuela. Es el momento
en el que se piensa en los cuentos de los abuelos ingenuos...
Bajo una espesura, allá lejos, unas fuentes vivas
hacen un ruido de asesinos apostados, concertándose.
En los bosques, Paul Verlaine
Copiado del libro “Verlaine: antología poética. Barcelona:
Ediciones 29 [Libros Río Nuevo]”
Quiero terminar el año con un poema. Porque a veces basta
leer un único poema, como este del recordado poeta francés, para darse cuenta
de los místicos terrores que infunden las cosas vivas. Podemos trasladar el
poema a cualquier vicisitud, a cualquier circunstancia, y encontrar consuelo.
Paul Verlaine lo representó en un bosque, Verlaine, el
vidente Verlaine, el parnasiano en su hora álgida, el gran poeta de las
romanzas sin palabras, el maldito, el místico Verlaine.
Leer el poema da cuenta de la división –trazada con pulso
invisible– entre aquellos que son poetas y los que no lo son, entre quienes
advierten y entre quienes no pueden advertir, entre quienes ven sombras y entre
quienes ven árboles, entre quienes se ahogan, y entre quienes huelen perfumes,
entre quienes se pierden y entre quienes se dispersan, entre quienes descubren
encantos lánguidos y entre quienes se atemorizan...
Los unos y los otros, un poema para dividirlos, un poema
para atravesarlos, un poema para darse cuenta.
Gracias ustedes, los que siempre acompañan con lecturas,
fuente viva de toda arborescencia, que pasen un feliz año, vayan a los bosques
y dejen que la vida los viva...
Yo me voy al mar a seguir divagando, a encontrar en el mar
este poema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario