Ir hacia los páramos, donde las conjeturas pacen sus
hilachas de juncos, en la orilla verde de la infancia. La luz del destello
atravesando los naranjos, como un sueño líquido recogido en los bordes de las
piletas. La huella en la que me detuve, entre madreselvas nunca profanadas,
obliterando un jardín de hortensias y lilas, rodeado de piedras, subsumido en
el poema sin concebir.
Cómo será arrojar la piedra, la única piedra de la hora
quieta, cuando todo duerme, meros simulacros de una falsa calma. Me justifico
vadeando el río, tomando mi camisa, mi sombrero, y mis zapatos negros, cuidando
en la mañana un prado lleno de margaritas, un cielo celeste y la certidumbre de
un pantano.
Me evado, este sortilegio nunca será horadado por
antorchas deletéreas. Pintaré de blanco el muro de la conveniencia, se pudrirán
todos los duraznos, y apenas alcanzará con regar las plantas, llegar al final
del día, encender un fuego. El resplandor del cual no supe, el relato que no.