Una pantalla blanca, los ojos como ascuas esmeriladas, un
vano clamor por resolver, el lineamiento de un esquema sobrevolando la
horizontalidad de una conjetura violácea en un plano verde, donde caben las
teorías nunca labradas frente al espejo, la línea acaso recta de las
probabilidades semánticas de una sentencia impar.
Dar una zambullida, imbricar los conceptuales trazos, un
sol tibio que enceguece, sombras que se inclinan hacia el pasado.
No quiero corregir esta vez, escribo como si me escapara
desde un trasfondo de pasillo horadado por la reiteración de gestos mecánicos,
la parte de la belleza donde cuelgan los helechos y las lilas, mezcladas como
en una urdimbre, el sol de entonces, reflejando el brillo de las bombitas de
agua colgadas de los hilos, el patio con los canteros resquebrajados, las tejas
rosadas con sus clavos oxidados, el pájaro que nunca aprendió a volar.
Suelo hurgar entre los desencantos y las dilucidaciones prosaicas, existe un puente entre ellas, como una certidumbre por devanar,
simplemente el tiempo, aquella dimensión que todo obstaculiza, desplaza hacia
las márgenes la perpetuación de los desbrozamientos, donde fluctúan las obligaciones de los
relojes, las tareas con candados y las paredes de la rutina.
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