Sacar al otro, al yo sin sombra, la ventana
siempre cerrada de la infancia, con los goznes verduzcos de musgo y no de la
pintura amarillo pálido que alguna vez fue, pintar sobre la madera, acaso el
más noble de los oficios, escribir hasta que los sentidos se entremezclen en
algo inapropiado, y aquí en la vida, remando en una barca rojiza, con una
camisa a cuadros en blanco y negro.
El cielo del estío se empantana en los
bordes de las orillas barrosas, la existencia tiene el tono oscuro del agua
imposible de medir ni de prever, un centro de energía que se atomiza, el ruido
de las paladas en los remos que chirrían, el envío hacia atrás y ese no ver
donde se ocultan las palomas, ese ir hacia la nada o hacía uno mismo, hacia
adentro.
Dejar al otro en el crepúsculo, una línea
bermeja cruzando el charco, el aleteo de las mariposas en la arena, algún
ulular entre los árboles, ningún fuego al anochecer.
Ahora la luna es lo más parecido a la
infancia, surca un camino tembloroso entre el silencio y el asombro, se abre
camino dejando una estela que permanecerá yerta, las estrellas que siguen sin
aparecer y en las orillas un fantasma nos despide hasta el otro día.
Los fantasmas siempre vuelven. Como las estrellas.
ResponderEliminarPienso en la otredad según Octavio Paz, o aquello de Rimbaud "yo es otro", todo eso tiene algo que ver con los fantasmas que somos o que dejamos que sean, y lo único que se me ocurre es aceptar mi absoluta incomprensión.
ResponderEliminarUn abrazo.