Estar a la deriva, rodeado de helechos que cuelgan como lunas inclinadas en medio de la noche oscura, mientras una hilera de higos ampara el cerco donde cae el agua serena de la infancia, ese discurrir del tiempo pasado, acaso una de las mayores perplejidades, en un silencio que vadea el promontorio cubierto de musgo, como si eso fuera la representación de lo ocurrido, un gesto ausente, un paso desaprensivo por el mundo.
He estado intentando cerrar esa idea, hundido por el propio peso, como un barco de piedra en un charco sin edad.
Al final del pasillo los niños se convierten en ancianos, es una imagen recurrente, mientras las sonrisas de las gárgolas clausuran el atardecer.
Cuando cruzo esa línea, siempre atravieso otro tiempo y espacio.
Siempre soy otro.