“soy el
poeta del cuerpo, y soy el poeta del alma
Los
goces del cielo están conmigo y los tormentos del infierno están conmigo
Los
primeros los injerto y multiplico en mi ser
Los
últimos los traduzco a una nueva lengua”
Walt Whitman
El alumno preferido del profesor Keating era un poeta tímido y balbuceante hasta que se encontró con una frase que era a la vez una brisa y una bofetada: “conócete a ti mismo”.
Seguramente sintió temor del alcance de esas palabras, y de lo que podía acontecer si tenía el valor de seguirse a sí mismo. Tal vez tuvo una pálida certidumbre de su destino, el silencioso respeto, el culto a la tradición, los zapatos lustrados debajo de la cama. Al final se rebelaría contra la estructura de su tiempo y el mandato familiar, y sería poeta, liberándose en esa conmovedora escena final, parado sobre la mesa mientras Mr. Keating, antiguo integrante de la primera sociedad secreta de poetas muertos, debía despedirse por haber metido un dedo en la llaga del sistema (Oscar Wilde murmuraba, en su “De profundis” que hubiera deseado crear una comunidad de agnósticos y descreídos, probablemente esta hubiera sido, cambiando el eje de la fe por el de la literatura, una de sus congregaciones predilectas).
Yo fui, en mi adolescencia, ese poeta temeroso y recluido
Pero nunca subí los pies en la mesa.
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