Como refiere Juan Forn en este artículo, citando a Leopoldo Marechal “de todo laberinto se sale por arriba”, sin embargo no siempre se puede ver claro a través de la rendija de los subterfugios mentales, he aquí que muchos escriben oralmente sin ser conscientes del acto creativo.
Antiguamente se apelaba a la memoria, fue así que los rapsodas griegos pudieron recoger las tradiciones orales en torno a la guerra de Troya, imaginemos el contexto, oradores recitando fragmentos en las plazas públicas, en los mercados y templos, agregando o suprimiendo líneas al poema épico, y del otro lado decenas de receptores modificando lo que oían e improvisando con los tañidos de la memoria, hasta que alguien, temeroso de que lo narrado se pierda, decide detener la historia anudándola con palabras, recogiendo las narrativas orales pero conservando la esencia de lo que era preciso no olvidar.
La cólera de Aquiles
pudo haber sufrido innumerables improvisaciones, agregados y supresiones, sin
embargo el núcleo básico de aquel comienzo
permaneció intacto sobrevolando los siglos. El paso del tiempo registró
el nombre de un tal Homero fijando para la escritura los tiestos inmortales de
aquel mito, pero esa es otra historia.
Cuántos libros se
escribirían si tan solo grabáramos nuestras palabras. Alguna vez imaginé la
posible solución, tal como ocurre en el documental que Martín Scorsese realizó
con la ensayista Fran Lebowitz, dejando que monologara nocturnamente en un bar
cerrado, encuentro que le permitió a la escritora salir de su laberinto
creativo.
Me detuve en esa opción, la propuesta de un encuentro, prender un pequeño velador, del otro lado una
cámara, o un grabador, servir un vaso del alcohol que se
prefiera, y divagar sobre lo que se quiera, hasta perder la noción de saber
que lo dicho está siendo registrado, creo que se vertebraría el esqueleto de un
probable libro sobre el cual poder trabajar libremente, corregir desde otro
plano, fijar las improbables estructuras.
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