El anciano gastado de la última mesa levanta una ceja
mientras no deja de beber su vaso, el poema es bueno piensa, pero eso no
quitará que termine de vaciar lo que queda de esa botella blanca (se consuela
con una anécdota, la de un violinista, considerado el más virtuoso del mundo,
que ejecutó con su Stradivarius valuado en un millón de dólares la obra más
compleja de la música clásica en un lugar infrecuente: el hall de entrada de la
red de subterráneos más extensa y frecuentada de todo Nueva York, y al final
del día solo había recibido 6 dólares en su gorra “el gran público no es
receptivo a la belleza” se justificó), y a la vez él mismo formaba parte de
aquel coro de indiferentes que no corría a vociferar que aquello era en verdad
buena poesía, que de alguna manera todos temían el daño que como escritores
estaban construyendo.
El poeta, tal vez borracho, partió sin saludar, la noche
lo engulló, el alba llegaba con sus andrajos bermejos entre los vahos de las
alcantarillas y las luces titilantes, en algún momento, entre claroscuros como
manchas de tinta, un parroquiano notó la ausencia de la silla que siempre
estuvo vacía, escribió la historia que acababa de presenciar, y la guardó en el
bolsillo de su largo saco, “son los muertos que acaban de nacer” pensó, algo
que valga la pena recordar por algún tiempo.
Suele ocurrir, casi siempre o de tanto en tanto, que
tipos como estos terminan siendo personajes conceptuales de quienes los
copiaron, y con los años, aquello que se conoce como “poemas reunidos” recogen
las esquirlas de una obra mutilada, vaya a saberse con qué mirada, con que
rostro difuso detrás de una hilera de botellas.
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