viernes, 6 de julio de 2012

Hermosos perdedores

Ocurre siempre, o de tanto en tanto, suele resultar imperceptible a los ojos del mundo, un poeta que vive su vida taciturno, que escribe y guarda en un cajón lo que escribe, donde  eso que hace es un hilo precario que le permite encontrar una voz que clama en medio de lo cotidiano, su propia voz. Después, en una extraña red de vínculos y causalidades, conoce a alguien que a su vez conoce a otro que le avisa de un encuentro con hermosos perdedores de la literatura, el muchacho no tiene nada que perder, es oficinista, bebe como si se acabara el mundo y cada tanto dice un par de cosas ingeniosas, horas después intenta convencer al auditorio que no hay mejores películas que las de Jim Jarmusch, lleva unos poemas en un papel arrugado, los lee de un tirón, versos que parecen mendrugos, el hombre apenas puede sostenerse y hay quienes creen ver en ese acto una cifra del poeta desvariado arriando contra el mundo.


El anciano gastado de la última mesa levanta una ceja mientras no deja de beber su vaso, el poema es bueno piensa, pero eso no quitará que termine de vaciar lo que queda de esa botella blanca (se consuela con una anécdota, la de un violinista, considerado el más virtuoso del mundo, que ejecutó con su Stradivarius valuado en un millón de dólares la obra más compleja de la música clásica en un lugar infrecuente: el hall de entrada de la red de subterráneos más extensa y frecuentada de todo Nueva York, y al final del día solo había recibido 6 dólares en su gorra “el gran público no es receptivo a la belleza” se justificó), y a la vez él mismo formaba parte de aquel coro de indiferentes que no corría a vociferar que aquello era en verdad buena poesía, que de alguna manera todos temían el daño que como escritores estaban construyendo.

El poeta, tal vez borracho, partió sin saludar, la noche lo engulló, el alba llegaba con sus andrajos bermejos entre los vahos de las alcantarillas y las luces titilantes, en algún momento, entre claroscuros como manchas de tinta, un parroquiano notó la ausencia de la silla que siempre estuvo vacía, escribió la historia que acababa de presenciar, y la guardó en el bolsillo de su largo saco, “son los muertos que acaban de nacer” pensó, algo que valga la pena recordar por algún tiempo.

Suele ocurrir, casi siempre o de tanto en tanto, que tipos como estos terminan siendo personajes conceptuales de quienes los copiaron, y con los años, aquello que se conoce como “poemas reunidos” recogen las esquirlas de una obra mutilada, vaya a saberse con qué mirada, con que rostro difuso detrás de una hilera de botellas. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario