En un documental de los hermanos Lumiere (Policemens parade
Chicago, 1896) se puede apreciar un desfile militar, el momento exacto en que
decenas de policías pasan delante de la cámara, rostros en blanco y negro con
manchas móviles de hollín, de fondo se escucha un piano, pero lo que llama la
atención es que todos los policías tienen el mismo bigote, usan el mismo
sombrero, el mismo uniforme, la misma forma de caminar, pareciera que hasta
tuvieran los mismos pensamientos.
Hace poco iba por una autopista, a lo lejos vi a un
grupo de conscriptos desfilar rígidamente hacia delante, los brazos como
estacas y las piernas en férrea sincronía, no parecía haber mucha diferencia
entre aquel documental de fines de siglo y estos jóvenes de la era
digital. Relacioné ambas escenas con el
pensamiento único, lo homogéneo, lo estandarizado o normativo, aquello que no
admite la diferencia, ni la originalidad, ni lo caótico, donde toda acción va
encuadrada con sus límites establecidos y previsibles. Solemnes como estatuas
los hombres se cuadran ante la cámara, miran algo que se parece al futuro,
tipos que en verdad fueron anulados en su forma de pensar, que no pudieron
salirse de la hilera, que tuvieron todos los botones de la camisa
abotonados, una sincronía que debía ser
perfecta, aceitada, cuyo diagrama debía cuajar en un tiempo sin verbo, y así
fue, allí la palabra respeto implicó sumisión por la jerarquía, se llegó a la
pirámide levantando la cabeza sin mirar a los ojos, así por años, sostuvieron
de ese modo una actitud de servicio, un modo de entender el mundo.
En la película “La sociedad de los poetas muertos” el
profesor John Keating (aquel gran papel del actor Robin Williams) les pide a
sus alumnos que caminen libremente, sin embargo bastó que uno tomara la
iniciativa para que los demás decidieran al unísono no ir contra la corriente y
seguir la fila. Correspondiendo con el marco, los que estaban afuera aplaudían,
y ese acto dejaba al desnudo el peligro de perder las propias convicciones
frente a los demás, el temor a que cada uno experimente su propio camino.
Cuando se elige no elegir, como en el caso del
documental, lo que se provoca es anular una subjetividad, a muchos digitadores
del poder político les convienen estos sujetos, después solo necesitarán la
televisión para tener ocupados al resto, hacer que no piensen, que no se salgan
del corral, que mantengan una línea...
Los alumnos de la película en cambio tienen tan
automatizada aquella estructura, ligada a las conductas familiares, que lo
recrean involuntariamente, aún harán falta generaciones de filósofos y artistas
para poder tomar el camino menos concurrido. Esto me hace acordar algo que leí
hace unos años:
“ Que terrible que es ser solo un hombre, saber tan poco
e ignorarlo casi todo”.
Así, anulación y distracción logran enrejar los cielos
de quienes se creen libres mientras una mano ajena e invisible cierra el
candado al final de la jornada.
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