sábado, 8 de marzo de 2014

El único zapato...

Días calurosos filtran su ventisca entre las cañas colgadas, irrumpe el verano que viene desde el fondo de algún abrevadero, me rodean lilas inclinadas entre los canteros, el escozor de una música donde arden y callan las extraviadas posibilidades de los desiertos. Me pierdo en los pliegues de mi propia sombra, un brazo estéril en las elevadas dunas, la serpiente que se desliza, obliterando espejismos, allí junto a los zapatos llenos de arena, donde soy otro (en realidad un único zapato, vaya a saberse porqué allí, donde la nada se traza con cierto vértigo).

Es esta la disyuntiva (o tal vez la discordancia), si eso que contemplo que soy, no es más que una expresión subjetiva de una mera circunstancia confusa. Aquel que va, como si no estuviera, mientras vive su tiempo con un aire encantado y ausente, en un no-lugar poblado de soledades concurridas, acaso una abyecta disociación colectiva, un mero desencuentro.

Ahora entra un aire tibio en la ventana, cierta brisa de naranjos y limones, es el momento de la tarde en que las moscas son reemplazadas por los mosquitos, como si el sol no fuera más que un iridiscente cuenco de bronce apagándose entre los malvones, acaso un ínfimo rayo perdido en los horizontales mosaicos con sus veteados eléctricos, las cerdas relucientes del palo amarillo, la bruma visible, el patio sin barrer.

Entonces pienso en algunos poemas, y ya es hora de olvidar lo que nunca prometí.

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