Hacer música. Un tono de fondo estructura una base,
pronto aparecen las variables: cuerdas deformes, órganos monocordes, un timbal.
Luego declinan algunas guitarras ejecutadas con arco, un colchón de rasguidos polifónicos, nunca
una voz.
Me urge la experimentación, construir sonidos, hacer
secuencias, imbricar efectos.
Avanzar hacia una sincronía sonora, marcando un registro al
cual adosar otros instrumentos. Me interesan los atravesamientos, cada surco
buscando una línea, cada pulso cruzando un sendero.
La construcción de un plano donde fugan absolutas
coordenadas, mutilando el poema nunca escrito.
Así, vendavales, trazos oníricos, nubes blancas
atravesando un prado, vientos que desprenden hojas en el medio de una canción,
que nadie sabe de dónde viene…
En sueños comenté algo: escribir poesía es una fuga
hacia adelante cuyo extraño mecanismo no permite consensuar la estructura.
Pienso si es así con la música, y si acaso la obra de un músico no se reduce a
una única, interminable partitura.
Cesar Aira comentó alguna vez que siempre compra discos de
Morrisey porque todas las canciones le parecen similares, parecería un gesto de
aprobación hacia una idea de coherencia artística. Pienso en la agonía de un
violín que prosigue en su quejido luego de haber sido pulsada su última cuerda,
un sonido ya no audible, prolongado en la tensión y en la vibración, acaso la
acústica de la fina madera.
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