sábado, 19 de abril de 2014

Hacer música

Hacer música. Un tono de fondo estructura una base, pronto aparecen las variables: cuerdas deformes, órganos monocordes, un timbal. Luego declinan algunas guitarras ejecutadas con arco, un colchón de rasguidos polifónicos, nunca una voz.

Me urge la experimentación, construir sonidos, hacer secuencias, imbricar efectos.
Avanzar hacia una sincronía sonora, marcando un registro al cual adosar otros instrumentos. Me interesan los atravesamientos, cada surco buscando una línea, cada pulso cruzando un sendero.

La construcción de un plano donde fugan absolutas coordenadas, mutilando el poema nunca escrito.

Así, vendavales, trazos oníricos, nubes blancas atravesando un prado, vientos que desprenden hojas en el medio de una canción, que nadie sabe de dónde viene…

En sueños comenté algo: escribir poesía es una fuga hacia adelante cuyo extraño mecanismo no permite consensuar la estructura. Pienso si es así con la música, y si acaso la obra de un músico no se reduce a una única, interminable partitura.
Cesar Aira comentó alguna vez que siempre compra discos de Morrisey porque todas las canciones le parecen similares, parecería un gesto de aprobación hacia una idea de coherencia artística. Pienso en la agonía de un violín que prosigue en su quejido luego de haber sido pulsada su última cuerda, un sonido ya no audible, prolongado en la tensión y en la vibración, acaso la acústica de la fina madera.

No tengo deseos de sacralizar sensaciones, si es que alguna vez la música tuvo alguna connotación sagrada, lo sacro me despierta un genuino interés, puedo escuchar toda clase de género, pero algunos instrumentos antiguos y medievales me hacen sentir que de algún modo estuve presente en aquellos contextos, es lo que ocurre cada vez que escucho un chello, un clavicémbalo o una viola da gamba, y cuando escucho el Lamento di Tristano pierdo la noción del tiempo.

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