sábado, 5 de abril de 2014

Las flores de los poemas

Repisas con libros de botánica y jardinería, me habitué esos días a leer sobre hortensias, josefinas, abetos plateados, pinos, Rosa de Siria, Santa Rita, lilas, glicinas, jacintos, narcisos, azucenas, dalias, lirios azules, naranjas o pardos, anémonas rosadas, margaritas, varas de oro, cardos, orquídeas, verbenas, me detenía en las campanillas violetas y amarillas, con forma de gladiolos curvados y pequeñas espinas en los tallos, campánulas blancas con tintineos macilentos (enraizados en altos jarrones vegetales, veteados con fina pedrería), o en los mosaicos cubiertos con telas de rosas y claveles, que acompañaban las imágenes junto con las enredaderas de la ventana, la lista era inmensa.

Alguna vez me detuve en la pintura, descubrí la abstracción y lo abigarrado, pero también la piedra, el mármol, figuras talladas en cuencos de barro, y los murales (Ah! Pollock), nombres propios rodeados de pinceles, largas mesas manchadas, planicies verdes, óleos cargados de frutas ambarinas, las flores de los duraznos, el único girasol inclinado en el jarrón vidrioso de la habitación descascarada.

A veces hay flores en los poemas, que nada tienen que ver con las flores que habitan la opacidad de los jardines, son las palabras las que tienen flores en los poemas, palabras que cuelgan de los balcones como si fueran pétalos desprendidos por el viento del poema, las flores que no existen, el viento que apenas se murmura.

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