Un paria cubierto de lienzos.
La música lo había atravesado por completo, perdido en el
bosque de su propio día, la cabeza con la frente pintada donde nacia una luz
propia, los condicionamientos familiares que como cárceles sesgaron la viga
donde se sostienen los sueños báquicos, lo que debias ser porque otros fueron,
la luna que forma un cuerno. Luna de los temblorosos senderos infantiles, sobre
el suelo manchado de uvas. No hay otra figura ni otro sentido que ese pedazo de
cuerno cenital, no hay palabra que alcance para abstraerlo del inclinado plano de su existencia. Utilizar algoritmos para explicitar un sentido, el
algoritmo de las palomas.
Yo caigo.
La risa no es mía, apenas me sostiene en la maraña que mi
propia sinrazón desacraliza por completo. El mandato familiar ofrece su adusto
rostro, la vara cae en la mesa cuyo centro es un canasto lleno de frutas.
Prefiero callar y simular que entiendo lo visible de mi comprensión, que poseer
por completo una hebra de absoluto discernimiento. Me guardo para adentro lo
que tardaré años en vomitar.
Ahora
levanto la mirada sin vértigo. Lucarnas de madera donde cuelgan heresiarcas de rojizo
pelaje, blandiendo ramajes pardos. Aún sigue encendida la luz de la
cocina, la opalina blanca que apenas ilumina el desorden de una noche álgida,
con las cuencas desorbitadas de los ojos que bebieron de la luna, esa parte de
la casa donde la mesada no esta limpia, cubierta de veteados mármoles
cincelados con escamas brillantes, donde me encargo a la tarea de encontrar
fósforos porque hace frío, inútil e iluminado por la ciega lámpara en medio de
toda la oscuridad de la casa que duerme. Ningún sonido, ningún recóndito donde
hurgar comida, acaso luces de colores atravesadas en medio del vértigo, anhelar
algo por que no hay otra vicisitud por comprender, dar sustento a las cosas
desbalanceadas, establecer un orden en medio del caos aparente (porque todo es
caótico en esta vida) simular que no hay tensión, cuando sabemos que imbrica
todos nuestros actos, y ya, merecer piedad, que el sol siempre llega a tiempo,
anaranjado y con pálida brisa, para llenar esta parte de la casa donde el
alba filtra las rendijas doradas de las ventanas, donde todo se torna claro y
plateado, creyendo rectificar el sentido de una balanza, la horizontalidad de
los patios, el rayo que dibuja una cruz en la cara del anciano, el hombre que
nada en el estanque de la luna, el niño que camina por los bordes húmedos de las piletas, las manchas de barro en la caminata, despertando detrás de los árboles
negros, el temor de estar despierto, allí, y aquí, mientras enciendo las
hornallas para hacer café.
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