sábado, 30 de agosto de 2014

La cuerda de tambores


En el verano pasado estuve en la Paloma, donde presencié una cuerda de tambores. En realidad no se cuando apareció el viento, la cuerda ya había nacido y ahora serpenteaba, era domingo, y tuvimos que encontrarla. Pinturas móviles al fondo de unas casas derruidas, fantasmas que tocaban los parches de adentro hacia fuera, acaso animándose con gritos, ciegos que avanzaban danzando, mientras se abrían abanicos de gente. Un grupo de mujeres, una de ellas embarazada, giraba en derredor trenzando círculos, el ritmo que marcaba una pulsión.

¿Es la vida, ancestral, la que urde su aparente arborescencia?

Parece una epifanía colectiva, una ceremonia tribal. De pronto algo los detiene, callan los tambores de La Paloma, empieza un canto que nadie sabe de dónde viene, desde el primer fuego, tensando los barriles curvados en la arena, hasta el último vino compartido, la risa que es de alguien y de nadie, la cuerda que se extiende entre los páramos, completándose a sí misma, conteniéndose a sí misma.

Ahora no hay viento, los tambores desprenden pájaros, arrastran pedazos de telas urdidas por negros cánticos, la cuerda que se hace visible, que se pierde en una curva, y entonces sabemos que es tiempo de volver a casa, que a partir de ahora los años se irán volando.

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