En el verano pasado estuve en la Paloma, donde presencié una
cuerda de tambores. En realidad no se cuando apareció el viento, la cuerda ya
había nacido y ahora serpenteaba, era domingo, y tuvimos que encontrarla.
Pinturas móviles al fondo de unas casas derruidas, fantasmas que tocaban los
parches de adentro hacia fuera, acaso animándose con gritos, ciegos que avanzaban danzando, mientras se abrían abanicos de gente. Un grupo de mujeres, una de
ellas embarazada, giraba en derredor trenzando círculos, el ritmo que marcaba una
pulsión.
¿Es la vida, ancestral, la que urde su aparente arborescencia?
Parece una epifanía colectiva, una ceremonia tribal. De pronto algo los detiene, callan los tambores de La Paloma, empieza un canto que nadie sabe de dónde viene, desde el primer fuego, tensando los barriles curvados en la arena, hasta el último vino compartido, la risa que es de alguien y de nadie, la cuerda que se extiende entre los páramos, completándose a sí misma, conteniéndose a sí misma.
¿Es la vida, ancestral, la que urde su aparente arborescencia?
Parece una epifanía colectiva, una ceremonia tribal. De pronto algo los detiene, callan los tambores de La Paloma, empieza un canto que nadie sabe de dónde viene, desde el primer fuego, tensando los barriles curvados en la arena, hasta el último vino compartido, la risa que es de alguien y de nadie, la cuerda que se extiende entre los páramos, completándose a sí misma, conteniéndose a sí misma.
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