viernes, 15 de agosto de 2014

Notas sobre El rostro


La vi hace poco, en una sala del Gaumont, recordé aquella frase de Juan L. Ortiz en la que se apoyó el director Gustavo Fontan para hacer la película, un poema sobre el principio poético: “Se trata de cierto sentido brumoso que disuelve el contorno de las cosas para hacer sentir la unidad viviente

La película es intrigante, filmada en blanco y negro, sin diálogos, muestra a un hombre llegando en bote a un caserío en medio de las aguas entrerrianas, parece volver al pasado anhelando arriarlo hacia el presente, pronto se van incorporando los fantasmas. El hombre lleva pescado a la mesa, enciende un fuego, mientras las personas se sientan en silencio, esperando el plato de comida, conversando de modo inteligible, mirando en derredor lo que parecen recoger de la memoria. El sonido cobra un rol fundamental, simboliza el encuentro con los muertos, la llegada y la convivencia.

Los botes van aparcando mientras todo lo inasible avanza hacia orillas inextricables cubiertas de niebla. Entre las paladas de los remos se pueden percibir opacidades y destellos que parecen inalcanzables, hay un tiempo para callar y un tiempo para perderse en los recuerdos, conjurados mediante imágenes (lenguaje sin palabras) que cohesionan la estructura de la película. Da la impresión que es imposible convivir en ese plano yuxtapuesto por múltiples expresiones de la “realidad”, pareciera que el protagonista lo sabe y solo se deja vivir mientras va descubriendo espacios que lo alejan, los fantasmas lo van dejando luego de haber compartido el día, vuelven a su limbo, a su no-pertenencia, a su aparente realidad, finalmente el bote, que el espectador cubre de conjeturas, se aleja avanzando por inercia entre la oscura mansedumbre.

En el film se percibe un conocimiento profundo, subyacente y exploratorio sobre el rio, que como dice el director, “entre las islas, forma arroyos y cada uno de ellos recibe un nombre. Es muy difícil, para los que vamos de "afuera", reconocerlos; porque mutan, porque se parecen, porque -llevado y dejándose llevar- uno pierde rápidamente las referencias. Es muy difícil, también, para los que no somos de ahí, leer el río en su hondura concreta: las profundidades (ocultas o apenas sugeridas en la mansedumbre aparente del agua), o los cruces de corrientes en las entradas y salidas de los arroyos, siempre riesgosas, que exigen una particular dirección del bote, por ejemplo”...

En su blog, bajo el mecanismo de una bitácora, Fontan escribió el 6 de julio de 2012 lo siguiente:
Ahora sé: el vínculo entre los muertos y los vivos no es de distancia salvada por el recuerdo. La relación se expresa como tensión entre distancia y cercanía. Los objetos, las acciones, los olores, la luz, traen al otro, lo presentizan. Pero esa presencia es a su vez una fuga, un agujero. En esas tensiones de aparición/desaparición, distancia/cercanía, debemos construir el vínculo entre los personajes.
Recordar: “Los pasos del que pasea/ se convierten en lugares. /Mientras se presenta ante/ el laberinto de los años/ se asoma al pozo de su cuerpo”. (Arnaldo Calveyra, que casualmente estoy leyendo)

Hace poco un amigo me comentó lo siguiente:
Dos cosas aprendí de Ingmar Bergman, el gran director sueco:
-que el cine no precisa del discurso hablado para transmitir un mensaje;
-que si una película no contiene ni transmite un mensaje, no merece ser proyectada.

En Bergman,  cada imagen nos dice algo. Cada imagen nos asombra y nos deslumbra. Cargadas de sentido, sus imágenes no son efectistas. No fue solo un cineasta sino un filósofo y también un teólogo que enseñó a buscar eso que algunos llaman “la idea de Dios” que se supone sea el “primer principio” del universo.

Hoy encontramos algo parecido en el cine de Gustavo Fontan...

En un momento, previamente a la película filmada en Entre Ríos (cuando solamente había visto el tráiler y los comentarios) me acordé de algo relacionado cuando estuve en Uruguay en Laguna negra, me llamó la atención ese estado de tensión entre vivos y muertos que se advierte en la película, en esa laguna oriental se encuentra un bote abandonado que perteneció a un lugareño ya fallecido, en aquel lugar las barrosas aguas llegan a una orilla de piedras y apenas se escuchan, y siempre está presente la sensación de que alguien está por venir o aparecer. Vivos y muertos, esperando recoger el sol anaranjado. Tal vez por eso me haya inquietado la película, incluso expresa una noción de entropía, un llamado que te deja como ausente y a la vez te hace sentir parte, realmente es otro mundo, que no es posible discernir con claridad.

Hubo una vez una definición interesante, la formuló un escritor linyera que vivía en las aguas del Delta, su historia fue recogida por Laura Ramos en un texto:

“Hay que cuidarse de no caer en el agujero negro. La isla te aferra y sumerge en su interior, los pies se hunden, el piso te chupa como arena movediza. Es un agua oscura la que te tironea y te fija en el barro. Y el Delta es opaco, reserva su energía, jamás muestra su fondo”.

Como ser verá, un mundo oculto, que apenas podemos balbucear desde una periferia.


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