Ayer tomé un tren que terminó pasando por
una estación conocida, la misma que recorrí durante algunos años de mi pasado,
y debo decir que en un momento imaginé que iban a entrar fantasmas, y que no
tendría pretextos para evitar tener que conversar. Vi al joven que subía todos
los sábados al mismo andén, con su mochila cargada de carpetas, pensando que
tenía tiempo para divagar, o que tal vez no entendía el sentido del tiempo, lo
vi sentarse de cara al sol, pensando que la vida no tenía porque reducirse a
compartimientos estancos, donde los fulgores no pudieran ser lacerados, donde
las familias se desperdigaban en el silencio de un gesto cansado, el tren era
el mismo pero los rostros parecían curtidos por la destemplanza.
Luego, en el subte, una sombra negra me
llamó la atención, era un hombre con los ojos como ascuas, en un estado de
infierno absoluto, subió con sus harapos repartiendo papeles de diarios
recortados, el papel era como un mensaje sin palabras, había que darle algo a
cambio, y me pareció terrible la bolsa que llevaba en su mano, con restos de
fideos que alguien arrojó, y que la sombra llevaba envuelta y aplastada, fideos
fríos manchados de tuco que seguramente formarían parte de su cena, me costó
entender si esa sombra era visible, o si todo fue algo que nunca ocurrió.
Luego lo de siempre, personas que detrás
de una cuerda de colores intentan convencer que la vida no es tan dura, a
veces lo logran, pero nadie les cree.
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