Yo podría escribir un poema moteado de ribetes opacos, como si envolviera en papel glasé una taza de porcelana blanca, pero me distraigo, y no son las hojas resecas que el viento lleva a la rastra, ni el mozo que tarda más de la cuenta, ni tampoco las señoras empolvadas que hablan y suponen que sos un maldito –porque parece que soy poeta–el problema es que no puedo levantar la vista, porque lo mejor que puedo hacer para evadirme es garabatear versos en servilletas arrugadas, prefiero eso a caminar entremedio de las mesas buscando un rostro conocido, como si no tuviera apuro, cuando yo se que el mundo siempre estuvo en la vereda de enfrente, y sin embargo formé una familia –“vos sí que tenes suerte” decía hace años el psicólogo del traje manchado de acuarelas, que en medio de gases lacrimógenos y en plena dictadura le arrancó los huevos a un milico– vos tenes un amparo, cuando lo lógico hubiese sido que te quedaras más solo que un perro en medio de un desierto, incomprendido hasta decir basta, pero la realidad es que puedo escribir un capítulo sobre la decadencia del oficio, y no sé hasta que punto tiene que ver la comodidad del control remoto, si somos coherentes con lo que hacemos, si todo en el fondo no es más que una farsa que dividimos en capítulos
Mientras pienso en estas cosas estuve viendo desde mi ventana de bar una reunión en el edificio de enfrente, un departamento de ventanales amplios, todos parecían pasarla bien, las bandejas de comida pasaban de mano en mano, no faltaban las sonrisas y los gestos ampulosos, al final, uno salió al balcón a fumar algo, y yo me vi en esa sombra fumando lentamente, soportando el viento de la fría avenida.
Felices los felices.
Al final yo tomaba el último café con dos terrones de azúcar mientras iba entendiendo algunos versos de Alejandro Rubio, cada tanto algunas palabras parecían resaltar sobre otras, como si resplandecieran, sin saber que método fue devanado, que lecturas fueron necesarias.
Todo lo que leí estaba escrito en perfecto castellano.