viernes, 15 de abril de 2011

Las esquirlas del poema

Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo. (1984).

La boca abierta al viento que se lleva a las moscas, el tiburón se pudre a veinte metros. El tiburón se desvanece, flota sobre el último asiento de la playa-del ómnibus que asciende con las ratas mareadas y con frío y comienza a partirse por la mitad y a desprenderse del limpiaparabrisas, que en los ojos del mar era su lluvia

Me acostumbré a verlas llegar con las nubes para cambiar mi vida. Me acostumbré a extrañarlas bajo el cielo: calladas, sin equipaje, con un cepillo de dientes entre sus manos. Me acostumbré a sus vientres sin esposo, embarazadas jóvenes que odian la arena que me cubre. (1984)

¿Quién puso en mí esa misa a la que nunca llego? ¿Quién puso en mi camino hacia la misa a esos patos marrones –o pupitres con las alas abiertas– que se hunden en el polvo de la tarde sobre la pérgola que cubrían las glicinas?

                                                                                         Héctor Viel Temperley

Estos versos, es como si hubieran sido escritos en un cristal, y al arrojarlos al suelo, nos permite de algún modo leer cada pedacito recogido, como si fueran poemas mutilados, como si no perdieran sustancia, con entidad propia. Si juntáramos uno por uno los pedacitos tendríamos un largo poema, inasible, hierático, con sentido de unidad o de vertedero, tal vez fragmentario, simbólico, hermético, deshilado, pero concatenado a un signo que se reitera a cada paso, con cada verso.

Como dijo en una descarnada entrevista “lo mío tenía que ser todo un mundo”, y lo fue.

Extraño poeta, extraños cristales rotos en el piso, extraña comunión de un tipo que contesta “El que escribió ese poema (Hospital Británico) no existe más”.

En ese libro, Jorge Monteleone consideró que la estructura de su poema era como las de un preludio y una fuga: el poema que abre el libro se astilla, se multiplica en esquirlas, los motivos que abren cada fragmento poético, fragmentos que entrelazan el pasado con el presente del enfermo, y a la vez, lo disparan al tiempo, sin tiempo de la salvación. El efecto de su lectura es el de un “catecismo lírico”.

Como siempre, queda la poesía.

Manos de María, sienes de mármol de mi playa en el cielo:

La muerte es el comienzo de una guerra donde jamás otro hombre podrá ver mi esqueleto.


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