He olvidado grandes trechos de la vida y, en
cambio, palpitan todavía en mi mano los encuentros, los momentos de peligro y
el nombre de quienes me han rescatado de las depresiones y amarguras. También
el de ustedes que creen en mí, que han leído mis libros y que me ayudarán a
morir...
La resistencia
Conocí a Ernesto Sábato hace diez años, desde entonces peregriné hasta su casa en numerosas ocasiones, fueron quince las veces que tuve la dicha de compartir encuentros que se asemejaban a tertulias, recuerdo la primera vez, verlo parado detrás de una puerta entreabierta –lo estoy viendo– la mirada grave, serena, preguntando de dónde venía, a qué me dedicaba.
Como en una ventisca, van sucediendo los instantes compartidos, las charlas sobre los poetas malditos, los simbolistas franceses, Jesús expulsando del tempo a los mercaderes, Rimbaud, Dante, El Che Guevara, el tango, las culturas indígenas, África, Borges, sus pinturas (sus terribles óleos, relámpagos de espanto desgarrados en la tela), Matilde, El túnel, la física, su época de jugador de fútbol, su humor negro, su perro Roque, la máquina donde escribió el informe sobre ciegos, la foto de una chica que parecía Alejandra (su Alejandra), las lecturas en francés que tanta gracia causaba, los países que habitaban España, El Quijote, la angustia del escritor, su novela inconclusa la fuente muda, los textos quemados (recuerdo un manuscrito que tuve en mis manos, al igual que sus pequeños cuadros sobre naturalezas muertas), aquella ejecución de Piazzolla donde Ernesto recitaba un fragmento de Sobre héroes y tumbas, el placer que le causaban sus viejos árboles, el silencio de la casa...tantas cosas que ahora intento retener en vano.
Como aquella vez que me comentó de un zapatero alemán o italiano, con el cual don Ernesto había escrito un pequeño ensayo y no lo encontraba, un texto que giraba en torno a la meditación de los zapateros cuando realizaban su trabajo.
Sábato fue generoso con los escritores jóvenes. Quienes alguna vez fueron a su casa de Santos Lugares, pueden dar fe de esta apreciación. En estas horas tristes pensé en Gladys, la señora que siempre lo cuidó y que tanto lo quiso. Las travesuras de Don Ernesto cada vez que Gladys nos acercaba el té con medialunas. Esas cosas...
La primera vez que lo vi
estuvimos tres horas hablando de literatura, en especial el exotismo de Rimbaud,
y lo que producía en Sábato el desierto, esa metáfora de la nada.
No podría olvidar aquel día. No lo olvidaré nunca. Tampoco aquellos sábados donde nos congregábamos a partir de las 18 horas, con poetas, filósofos y pintores. Todo eso necesariamente tiene que servir de algo.
Fui a despedirlo, como
tantos otros, soportando en silencio su silencio.
Yo tomé el tren a casa como
si fuera la última vez.
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