Me atrae el exotismo, utilizar este verbo es incongruente, hay algo que tiene que ver con un más allá que arroja su viento a los castillos de arena del entendimiento, algo que se hace carne y sombra, contemplándome en la escritura que intenta retener una brisa, donde cruzan las palabras en los vaivenes de la memoria.
Leí recientemente de un buscador de historias (no recuerdo ahora su nombre) que recorre con su cámara y su mochila los rincones más remotos del planeta, cuenta que estuvo en el tren de hierro, aquel que cruza buena parte del Sahara, en Mauritania, profanando el desierto como una daga, donde los viajeros deben convivir en penumbras, con velas pálidas y tambores gastados por el tiempo. De haber estado allí, hubiese querido guardar el sonido hipnótico de los saharauis que parecen imbricar las marcas de los médanos bajo la forma de plegarias. Creo escuchar esa música del desierto, creo ver lo amarillento oxidarse entre tempestades de arena, buscando un lugar para soportar un tiempo exiguo, de metales pesados que aplastan el largo camino sin sed.
Parece que todas las noches son largas, lo herrumbroso fatiga los rieles cansados, haciendo crujir soledades y silencios. Entonces siento que solo allí, en medio de la metafísica más absoluta e inconcebible que se pueda imaginar, tenga verdadero sentido ejecutar esos tambores, significando un estado de trance, de comunión, por formar parte de algo que va más allá de toda comprensión.
Esto me recuerda otras instancias, la de quienes, al son de las percusiones, recitan sus versos recurriendo a la memoria. De alguna manera ha sido testimoniado por Arthur Rimbaud en una de sus cartas, mientras se abría camino en el África profunda, mediante la redacción de un informe geográfico publicado en 1884 por la Sociedad de Geografía.
Se trata de la “Relación sobre el Ogaden” donde el poeta francés, que si bien abandona la literatura pero no así la escritura, refiere sobre algunos herreros ogadinos que “deambulan entre las tribus, fabricando hierros para lanzas y puñales. En su comarca, estos hombres no conocieron, al parecer, ningún mineral”.
Sobre estas tierras de hierbas altas, con zonas pedregosas recorridas por exploradores y aventureros, Rimbaud testimonió como pocos sobre aquellos hombres. Por lo general se trataba de “musulmanes fanáticos. Cada campamento tiene su Imán, que canta la oración en las horas debidas. En cada tribu se encuentran los wodads (letrados); conocen el Corán y la escritura árabe y son poetas improvisadores”.
No hay que olvidar que el escenario de las actividades de Rimbaud en Abisinia es el del colonialismo de las potencias europeas y el de los conflictos políticos internos entre las etnias. Tensiones que modifican y dirigen su actividad en aquellos años.
Estuve allí, desde aquí, donde intento arrojar estas naderías.
Bibliografía consultada:
El nómade: cartas de Jean Arthur Rimbaud en Abisinia / Jorge Monteleone. Buenos Aires : Adriana Hidalgo Editora
Abyssinia: revista de poesía y poética /
Eudeba, Universidad de Buenos Aires, noviembre de 1999.