Cuando estuve en el Río Limay, sentado en una piedra a orillas de las aguas, vi “algo”. Como si tuviera su propio esquema, su propia álgebra. Un mundo que excedía la capacidad de los sentidos. Como si una obra se gestara intermitentemente, imbricándose a sí misma. Hilándose a sí misma.
Quizás haya que detenerse en ese momento, en que la aparente calma oculta un entramado sinuoso y dinámico, mientras el previsible mundo prosigue en su divagar cotidiano. El mundo de las piedras y los murmullos, los atardeceres que congregan soledades.
Debajo del agua las corrientes se atraviesan en múltiples direcciones, buscan completarse, agregando curvaturas a profundos planos. Fuera de eso, pienso en las relaciones artificiales que promueven las redes sociales, que rol jugarían en esas aguas, si acaso lo permanente o lo constante.
Se acepta una ficción, donde somos “otros”, a veces una simple imagen, un problema del cual tenemos una fotografía. Aceptamos esas reglas y fingimos pertenencia. Nos apagamos y encendemos. Los sentidos se multiplican, trazamos inacabadas simetrías, comulgamos adscripciones sin tiempo, sin espacio, sin identidad.
Se acepta una ficción, donde somos “otros”, a veces una simple imagen, un problema del cual tenemos una fotografía. Aceptamos esas reglas y fingimos pertenencia. Nos apagamos y encendemos. Los sentidos se multiplican, trazamos inacabadas simetrías, comulgamos adscripciones sin tiempo, sin espacio, sin identidad.
Desangelados y vacíos por el mundo de las computadoras, escribiendo versos para resguardar un sentido de posteridad, nadando en océanos virtuales, con el utópico deseo de alcanzar una orilla.
Un laberinto, a veces creo que se trata de un laberinto, y de tanto en tanto encontramos algo.