La vez
pasada, un amigo me escribió con motivo de esta columna, tenía que ver con el
nombre, aquello que con su firma rubrica el creador algo más que su obra, por
alguna razón el asunto sigue dando vueltas, no se porqué el nombre de algún
modo vulnera lo que uno es, tal vez porque se puede asociar con determinadas
circunstancias del artista en algún momento de su vida, en que ya
deja de ser el escritor, el músico, el pintor, para pasar a ser algo así como
una entidad pública, un adjetivo o representación simbólica de algo que lo
excede.
Yo sigo
usando un pasamontañas cada vez que abro este blog, llegué a creer que de algún
modo esa elección permite cierta libertad para crear, pero a la vez uno, la
persona que uno es y que construye desde su lugar en el mundo, no termina de
salir nunca al ruedo, es una sombra y quizás una idea, asociada a un
conjunto de supuestos y de sospechas, de algún modo el nombre es la firma
simbólica de aquello que construimos subjetivamente, permite asociar conceptos,
relacionar estéticas con razonamientos y vaya a saberse que otra cosa, en algún
momento creemos (y seguramente así sea) que lo único que tenemos y no pueden
quitarnos, es el nombre, donde perpetuamos un todo que apenas es nada, incluso
me ha pasado a veces, con los poetas que leo, intentar recrear la mirada del
escritor en el momento en que escribió su poema, y a veces pienso que detrás
del pasaje de una obra solo hay un hombre común, del que poco se sabe, porque
vive su vida horizontal, y porque decide ser invisible, y eso tal vez sea un
don. Ese escritor probablemente apenas comprenda lo que hace, y quizás tenga
por única ilusión terminar el día de un modo apacible.
Hacemos
asociaciones del nombre, y parecería que en el mismo momento ese nombre pierde
toda sustancia, pasa a representar algo exiguo, desasociando la obra que lo
acompaña, y hasta sea posible que la obra misma termine consustanciada con otro
significado producto de haber poblado al nombre de arquetipos comunes y
símbolos ligeros.
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