miércoles, 20 de junio de 2012

Sobre la oralidad de la poesía


Hay quienes pueden reconocer, con cierto júbilo solitario, un atisbo de belleza en un poema recitado, como si se tratara de un pequeño fulgor, un éxtasis en medio de lo cotidiano, extraña felicidad de una ceremonia tardía.

Esto suele ocurrir en presentaciones de libros, cuando el poeta recurre a la oralidad, y con tono propio logra desandar un camino en el que los oyentes simplemente se dejan llevar, ingresando juntos a una caverna, o cruzando un puente, desconociendo que vendrá después. También suele pasar en los rincones sórdidos de ciertas tertulias literarias, donde aún es frecuente el rito de los cadáveres exquisitos, allí suele haber fugaces pasillos de espejos deformes que podrían representar el almíbar derramado de un oscuro barroquismo, clamando por ser oídas sus endechas, apreciadas sus entelequias, analizadas sus aliteraciones. Pero es en los bares, en encuentro de poetas, donde uno espera en silencio la comunión de la palabra, y a veces lo que viene del otro lado hunde un puñal efímero en el lector-oyente, cuando el poema pasa de la escritura a ser re-significado en la voz del poeta, dejándolo ir, dejando que se transforme en otra cosa.

Suelo pensar en esto cada vez que escucho un poema recitado por el autor, sin tener conocimiento previo de la escritura.

En un evento literario, con vasos de vino en las mesas pintadas de verde, perdido en las volutas de humo y los gestos teatrales, todo poeta que tome un micrófono, si lo que ofrece es algo infrecuente y genuino, escuchará unos murmullos callados de aprobación, pero aún así sería inevitable desbrozar la pregunta fatídica: ¿Cómo analizar un poema oral? ¿Se puede captar el entramado de lo creado mientras alguien lee en un pequeño círculo?

Recuerdo una noche perdida en el tiempo, en un centro cultural porteño, cuando algunas mujeres, poetas ellas, teatralizaron sus textos como medusas quietas y volátiles, mientras afuera hacía frío y al terminar los parroquianos se iban para comer un locro con empanadas y cervezas.
Yo aquella vez me tomé el colectivo a casa, intenté recoger alguna frase, alguna evocación, vino a mi mente el instante en que una de las escritoras hizo una figura en el suelo mientras recitaba con su libro sostenido en una mano, parecía querer decirnos que el fuego del poema se estaba desvaneciendo, provocó aplausos mientras apurábamos el resto de una botella blanca, más tarde, mirando pasar las veloces calles nocturnas desde una fría ventanilla, no me pude acordar de aquel poema, me acordé del vestido de la mujer danzando en el suelo, me acordé de la mano que parecía oscilar mientras recitaba, eso era el poema.

Ojalá no vuelva a leer esos versos, prefiero dejarlo en aquel lugar, con aquella danza, mientras todo lo nuevo estaba por suceder.

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