Este poema de Ricardo Zelarayán es de aquellos que te dejan
ataviado a una especie de limbo mientras lo vas leyendo, y resulta ser que ese
indeterminado trance tiene carnadura con un pasado aletargado, que pareciera
reciente, y acaso lo es.
El poeta hace trizas la noción del tiempo, atraviesa la escoria
y llega a un momento parecido al olvido, leí este relato en la edición cartonera
de Eloísa (Nueva Narrativa Sudaca Border), un día de septiembre de este año...
Linternas grandes, sordas, lo encandilan mientras le abren los
párpados a la fuerza. La luz se le mete hasta los huesos. El porteñito tirita
en medio de la oscuridad total. Le dan un violento empujón y le ordenan correr.
No hay nada mejor que correr para entrar en calor. Y el encandilado
desembolsado corre como un conejo blanco por el maizal en tinieblas. Suenan
tres disparos secos. Basta con el balazo tuerto que pega justo.
El perro enorme y negro, de ojos chispeantes, sale de abajo de la cama de
fierro de la Viuda Negra. No hay bala que lo alcance. Le gusta la carne dulce y
la sangre tibia de las yeguas.
El candado muerde como colmillo. Cerrojos no son costuras. La aguja pica como
avispa, silenciosamente. Las bocas fofas de las bolsas se presentan para que
las costureen, después de meternos cada cual en la suya, de embolsarnos, bah,
al porteñito y a mí. Después nos tiran con violencia al piso del coche que
arranca volando.
Ahora los sentados atrás nos patean y pisotean a discreción. Por lo menos una
gruesa suela se apoya en la cabeza de cada cual. Hay que ponerse en el lugar de
ellos: es incómodo viajar con dos embolsados tirados en el piso.
Gorgojo que apenas gorjea, ya me voy olvidando del tiempo que pasa mientras
babeo la arpillera. Siento la cabeza de huevo del porteño embolsado junto a la
mía y trato de decirle algo a cabezazos. Inútil. No entiende, apenas se mueve.
Encima trata de alejar su cabecita de la mía. Pienso qué tendré que ver con él,
¿Por qué se me habrá arrimado para hablar de cualquier cosa al mostrador del
fondín? ¿Por qué se me pegó luego hasta la puerta? Trato de estirar mis piernas
largas. Una patadita en los huevos y ya está, quietito otra vez. Hay que pagar
derecho de piso. Seguimos a prueba. ¡Ay! Siento que me arde el lomo... Me han
tirado un cigarrillo encendido. Enseguida me lo apagan con un fuerte pisotón.
Y así va la cosa. Por las voces, hedores, sudores, ellos son cuatro: los dos de
adelante y los dos pateadores de atrás. Hablan de a ratos, de mujeres, de
fútbol, de la madre, de motores. A veces mascullan algo entre dientes.
Yo ya empiezo a acostumbrarme a los pisotones y a las pataditas acompasadas, y
más ahora que andamos a los barquinazos. Se ve que nos hemos salido de la ruta
y que vamos por un camino áspero y cimarrón. Me duermo sin darme cuenta no sé
cuánto tiempo. Me despierta el parlante gangoso de algún pueblo. Palito,
Sandro, Gardel, ¡qué sé yo! El coche se detiene momentos después. Bajan de a
uno, me parece. Un aire cálido se filtra a través de la arpillera, un olor
arenoso, pedregoso. Vuelven a subir, volvemos a andar. Al rato huele a monte.
¿Andaremos por el norte de Santa Fe? Unas horas más la lluvia aclara todo o no
aclara nada, pero evidentemente llueve. No puedo menos que mearme encima
mientras trato de atajar los soretes que pugnan por salir. Recibo entonces
primero una patada fuerte por meón, después otra más fuerte por cagón y, pocas
leguas más allá, otra por vomitón.
Dos o tres horas después, barquinazo va, patada viene, termino por dormirme
pesadamente. Sueño entonces que mis grandes orejas vomitan todas las palabras
que escuché en la vida, interminablemente. Un fuerte pisotón en la muñeca me
desvela. Se oye otra vez un parlante lejano, pero ahora reconozco: "La
mujer es como el camoatí / cuando llueve no sale a pasear...". ¿Noche de
domingo, domingo de discos viejos, pues? De pronto me levantan de golpe, cabeza
abajo, abren la puerta y sin más me arrojan afuera a velocidad, con una última
patada en el culo.
Un sopor interminable de muñeco roto embolsado, tirado en una zanja, saboreando
agua estancada entre latas y vidrios. Al rato siento que un palo me tantea para
ver si ladro. Tirar en una zanja una perra o un perro viejo y sarnoso tiene
perdón de Dios. Entonces me esfuerzo, pero el aliento apenas me alcanza para un
quejidito. Siento que tengo cerca un caballo que ahora resopla, después un
paisano que carraspea. Forcejeo y alcanzo a decir en cristiano. "Cosa de
borrachos", habrá pensado el criollo. Y se decide. Ya oigo el facón que
corta la costura mojada y ¡afuera! El solazo me enceguece y doy a los tumbos
los primeros pasos.
"¿De ande sale el mozo? ¿Quién le ha mandado casarse tan pronto? Ha
principiado mal." A duras penas la lengua se me empieza a soltar. El
paisano sigue: "Y a más, había sido flojo p'al trago... Vamos arrímese a
tomar unos amargos... Y después unas achuras... ¿Ah?"
¿Y el porteño?, digo yo como perdido. ¿Y el porteñito alfeñique?
Yo pude contar el cuento. El del porteñito me lo contaron un año después.
Primero supe de la muerte de una vieja bruja, la Viuda Negra, que no alcancé a
conocer.
Luego oí decir que a unas veinte leguas al noroeste, otro paisano a caballo se
sorprendió al ver en un maizal un islote de plantas el doble más altas que las
demás. Pasa otra vez por el lugar y se interna unos cien metros a pie.
"¿No se habrá venido a morir aquí, de muerte natural, aquel perrazo negro
que atacaba a las yeguas y aguantaba las balas, aura que esa bruja de la Viuda
Negra ya es finadita?". Lo piensa y lo cuenta. Después, a pico y pala,
aparece el porteño, casi puro hueso, atravesado por las raíces. Tiene un
agujero de bordes ennegrecidos en su cráneo de huevo.
Yo vivo ahora en el caserío de don Lucas, el paisano que me desembolsó, el que
me puso el "Turquito". Me siento nuevo, nuevito en la flor de la
edad. Ya tengo caballo, facón y guitarra y estoy esperando que pase la Flor que
ayer me sonrió.
Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la estafeta de
Correos, echo un párrafo cansino con Mateo, el pintor que está subido en la
punta de una escalera. La siesta llega temprano con la resolana. Ya me estoy
durmiendo...
A la hora o más me despierto sobresaltado. Tengo los párpados pegados.
¡Caramba! Me han pintado entero de blanco mientras dormía, lo
mismo que el frente de la estafeta. "Todo lo que no se mueve se
pinta", me explica después el Mateo.