Es mediodía, y hay nubes en el cielo azul, una larga que parece
un velero fantasma, otra en forma de arbusto o arbolillo y una más allá, que
pareciera tener dedos tratando de alcanzar un cuchillo, estoy mirando el centro
porteño desde lo alto de un edificio, veo a un hombre que mira el río, quieto
como una cosa, veo a otro de saco y corbata con su celular, parece
preocupado, enfrente hay ventanas con personas detrás de computadoras, todos
hacen algo, todos tienen algo que hacer, ajenos al día que se va nublando y a
los colectivos que parecieran ir sobre rieles, cumpliendo su mecánica rutina.
Una mujer espera en una esquina, mira hacia el río sin poder
verlo, un enorme edificio se lo impide, el enorme edificio tiene los ventanales
oscuros pero se ven luces prendidas, luces de oficina, el río se debe ver bien
desde ahí, pero no se ve, todos divagan por túneles virtuales buscando
respuestas del sistema, todos tienen un tiempo para cumplir con sus tareas,
todos limpian u ordenan los quehaceres básicos de la subsistencia, todos
cumplen con el rito mecánico dentro de una arquitectura vertebrada, todos son
poleas de la gran máquina, muñones de carne, cables articulados hacia múltiples
usinas, todos parecen supeditados a algo que los excede, todos parecen reír
como marionetas, y no se sabe quien los pulsa, quien los anima...
No se sabe quien es el prestidigitador, no se sabe el plano
ajeno -seguramente diseñado por una conciencia más elevada- ni siquiera se sabe
quien activa la señal para que las cosas nos modifiquen.
Estamos en un arenero, haciendo complejos castillos de arena,
vaya a saberse quien construyó este círculo, y cómo entramos en el, si alguna
vez pensamos en las variables de las extrañas simetrías, en la que fuimos
–somos- simples proyecciones regresando de donde nunca salimos.
Todos apagan el sistema sin desconectar el último interruptor.
Como finalmente sucede cada
día, todos vuelven a casa.
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