En poesía, el inventor de un género, de un estilo, de un tono,
el descubridor de una tierra desconocida, resulta -ya se sabe- más exhaustivo y
eficaz que sus epígonos, que los muchos o los pocos que sobre ese estilo o
tono, sobre esa tierra desconocida, deberían saber más aún que el precursor y
que, en realidad, continúan su obra con fácil confianza y más refinados
instrumentos. Ocurre aquí un hecho que no tiene paralelo en ninguna otra
actividad humana. El primero que echa la mirada sobre un nuevo territorio y se
interna en él es también su más eficaz cosechador, y más que un desmonte y una
labranza, la suya se diría una incursión mongólica, uno de esos saqueos sobre
cuyas huellas no vuelve a crecer la hierba. No faltan casos de creadores que
literalmente sofocan en la cuna a los epígonos sin que pueda surgir el segundón
para recoger la herencia. A ellos, por lo general, sólo se vuelve después de
siglos, es decir cuando las vicisitudes de las ideologías y de los gustos han
hecho de su obra casi un objeto, una creación de la naturaleza --como la
intemperie con ciertos monumentos- y es posible inspirarse en ellos con un
sentimiento genuino de descubrimiento, como ateniéndose a un dato natural.
El precursor y el epígono. El primero inventa, comprende y
avanza todavía más; el segundo, tocado por la evidente, ambigua fascinación de
la tierra hasta ayer desconocida, vuelve al sitio e investiga, construye allí
su casa, planta el huerto y hace sus provisiones. A veces vive toda la vida,
entre el respeto y el aplauso del prójimo, sin advertir que a sus provisiones
les falta el gusto de la tierra, del agua y del cielo. Es un literato. Casi
siempre lo sabe y se jacta de ello. Mejor así, por otra parte, y no que
desespere de sí mismo: el literato que desespera de sí mismo, vale decir que
comienza a quejarse, no se vuelve poeta sino solamente peor literato.
El poeta -decimos-:- inventa, comprende y avanza todavía más.
Pero tampoco para él es cosa de broma. En cada rincón de su trabajo, de su
conquista, lo espera el peligro de la Capua literaria. Uno puede siempre
convertirse en epígono de sí mismo: ceder a la tentación de detenerse más de lo
lícito para aprovechar del territorio ya conocido y conquistado. Y lo trágico
es esto: que mientras a un literato no le interesa ser sino literato, un poeta
debe ser también literato (es decir, culto, según su tiempo) y dominar con mano
firme esta maraña de hábitos y complacencias que es su literatura. Su camino es
el de las almas sobre el puente del Paraíso: un filo de navaja o, si se prefiere,
una tela de araña.
¿Qué significa que un poeta se detenga más de lo lícito para
aprovechar el territorio? Significa que se finge a sí mismo no saber lo que ya
sabe. Fuente de la poesía es siempre un misterio, una inspiración, una
conmovida perplejidad ante algo irracional - tierra desconocida. Pero el acto
de la poesía -si es lícito distinguir así, separar la llama de la materia
ardiente- es una voluntad absoluta de ver claro, de reducir a razón, de saber.
El mito y el logos. Quien ha visto una vez en la propia inspiración, quien ha
reducido a palabras, a lenguaje, articulándola en el tiempo y en el espacio, la
extática maravilla del ser, resígnese y a propósito del mito en cuestión no se
finja a sí mismo, para volver a gustar el tormentoso placer, una virginidad que
ha perdido. Sí, entendámonos bien, su visión, su reducción del mito a figura,
ha sido exhaustiva y soberana (y tal visión no es nunca deslumbrante; se
necesitan días y hasta años de tormentosas tentativas y búsquedas); puede
conformarse y esperar, con ecuanimidad, que de la maraña de la conciencia, del
recuerdo y de la maceración le nazca una nueva virginidad, una nueva
inspiración, un nuevo mito. Por el momento deberá conformarse. O, fingiendo no
saber lo que ya sabe, jactarse del misterio que ha hecho público y
transformarse en literato.
No es fácil decir cuándo debe detenerse el poeta. Por lo
general, la maravilla le ha nacido tan de lo hondo, y la imagen creada -la
primera presa de la tierra desconocida- tiene raíces tan tiernas y sensibles en
su sustancia espiritual que arrancar1as significa lacerarse a sí mismo, quedar
tan vacío como un huevo sorbido. Por lo general, la capacidad de sorprenderse,
la riqueza mítica, es en cada uno una dote limitada, finita. Como no existe un
espíritu que no pueda, al asomarse a sí mismo, advertir en su fondo un destello
de misterio, una capacidad aunque débil de poesía (sobre ello se funda la
universal legibilidad de los poetas), cada uno resulta así cada vez una
excepción, es él mismo un prodigio, el creador para quien ese destello se
extiende irresistiblemente hasta hacerse paisaje complejo, multiforme,
accidentado, inagotable territorio. Añádase que la reducción a figura, a visión
clara, a conocimiento mundano de una extática y candente intuición mítica sólo puede
producirse en el terreno de un frío hábito técnico, de una experiencia cultural
adquirida de efectivas reducciones de viejos mitos a mundo orgánico y racional;
sobre la experiencia en suma de pasados éxtasis ajenos convertidos ya en
literatura. En cierto sentido el poeta auténtico no puede dejar de ser el más
culto de los literatos contemporáneos. Pero el peligro de abandonarse a hábitos
y complacencias, de fingirse a sí mismo inspiración y virginidad, de tomar por
el atajo de un estilo dado -de ver misterio donde no hay misterio es tanto más
inmediato para el auténtico poeta, cuanto mayor es el número por él conocido de
cómodas vías abiertas, desbrozadas ya, y cuanto más inaccesible y singular se
le presenta el camino de lo ignoto, de lo informe, de lo inexpresado.
Resulta obvio añadir que también los literatos hacen obra
proficua, y nada tan vano como la romántica cruzada dirigida a exterminarlos y
humillarlos. No sólo porque los más grandes poetas hunden sus raíces en el
suelo y en el abono de la literatura, que los nutre y compone en su mayor
parte, sino sobre todo porque los literatos constituyen el esqueleto del
público que escucha a los poetas y dan una voz y un sentido a las aspiraciones
y respuestas de ese público ingenuo. Lo que ha sido visto y reducido a claridad
por un poeta, sus presas en el país desconocido, se parece a esa fauna de la
estepa y de la jungla que el cazador captura y transporta a un país civilizado.
Estas extrañas criaturas, saturadas todavía de un fiero y primordial pavor, son
enjauladas, exhibidas, descritas, obligadas; a vivir entre nosotros. No basta
cuidarse de ellas. Si fuera posible, multiplicando y aislando entre nosotros
los grandes trabajos poéticos, hacer callar toda otra voz, todo comentario,
toda vulgarización, habríamos cumplido un trabajo semejante al de quien llena
las encrucijadas con bestias hoscas y feroces y, al mismo tiempo, destina las
jaulas a cárcel de domadores y guardianes. Juntas desaparecerían la vida
civilizada y las fieras, o mejor aún, se asistiría a una nueva partida de caza
con derroche de vidas, de tiempo, y con indignación de los mismos cazadores.
Más vale reconocer que desde que el mundo produce poesía -desde que llegan de
lo ignoto monstruos encantadores o atroces- el deber del hombre civilizado es
poblar con ellos el zoológico y darles un nombre y una jaula: hacer literatura.
.
Pero que sean de veras monstruos, mitos encamados,
descubrimientos. No pavos o perros falderos. El mundo está lleno de quimeras y
de sorpresas, pero sólo las auténticas interesan al poeta, y sólo cuando a éste
le es posible obligarlas a revelar su nombre ellas nos interesan a nosotros.
Aunque no todos se dan cuenta de lo que eso significa.
Una cosa de nada. El poeta, en cuanto tal, trabaja y descubre en
soledad, se separa del mundo, no conoce otro deber que su lúcida y furibunda
voluntad de claridad, de demolición del mito entrevisto, de reducción de lo que
era único e inefable a la medida humana normal. El éxtasis o maraña donde se
fijan sus miradas debe estar totalmente contenido en su corazón, y filtrándose
por un imperceptible proceso que se remonte por lo menos a su adolescencia,
como en el lento aglutinarse de las sales y de los zumos de los que, según
dicen, nacen las trufas. Nada de preexistente, ninguna autoridad exterior,
práctica, puede pues ayudarlo o guiarlo en el descubrimiento de la nueva
tierra. Esta es algo tan cabalmente interior a él como el feto al útero. Si de
veras se halla reduciendo a claridad un nuevo tema, un nuevo mundo (y poeta es
sólo quien haga esto), por definición ningún otro puede estar al día sobre este
tema, sobre ese mundo en gestación, excepto él que es también el árbitro.
Inevitablemente, los consejos y los reclamos que le llegarán del exterior
saldrán de una experiencia ya descontada de antemano, reflejarán una temática y
un gusto ya existentes, es decir insistirán para que el poeta aproveche un
territorio ya conocido, se finja a si mismo no saber lo que ya sabe. En
síntesis, las intervenciones doctrinales, prácticas -ya sean expresiones del
consenso de los más competentes colegas, de los lectores mejor intencionados o
de los padres más reverentes-, no pueden tender sino a rechazar al poeta hacia
la literatura, a impedirle que desarrolle su tarea específica de conquistar
tierras desconocidas. La sujeción ideológica ejercida sobre el acto de la
poesía transforma, sin más, a los leopardos y a las águilas en corderillos y
perros falderos. En otras palabras, instaura la Arcadia.
Aquí se aprecia la importancia de la cultura del poeta, ese
imperativo por el cual en su vida cotidiana debe tender a convertirse en el más
culto de los contemporáneos. Si el poeta busca de veras claridad y espera
exorcizar sus mitos transformándolos en figuras, no cabe duda que sólo podrá
decir que lo ha logrado cuando esa claridad lo sea para todos, un bien común en
el que pueda reconocerse la cultura general de su tiempo ¿Y qué significa esto
sino que el estilo, el tono, el territorio por él descubierto, se incorporarán
naturalmente al panorama histórico de su generación y contribuirán a componer
el nuevo horizonte, la conciencia, fruto como son de un auténtico estupor que
sólo los más progresistas y desprejuiciados medios de investigación han podido
resolver en humano lenguaje? Pero -obsérvese- auténtico estupor significa
estupor auténtico, vale decir no falaz, vale decir ese residuo irracional que
continúa siendo tal a la luz de la más científica teoría de la época. Antes de
ser poetas somos hombres, es decir, conciencias que tienen el deber de darse,
sometiéndose a la escuela social de la experiencia, el mayor conocimiento
posible. En cambio, todos los consejos, las reprimendas que los responsables de
una generación dirigen a los poetas en cuanto tales, son en pocas palabras
superfluos, exteriores, indecentes, como los consejos que la madre solía dar
antaño a la hija en vísperas de la boda.
El poeta verdadero ya se los ha dirigido a sí mismo, haciéndose
culto. Mejor sería exhortar con vigor a la cultura y al conocimiento a los
candidatos a la vida social -los jóvenes literatos, ingenieros, seminaristas- e
inculcarles que la dirección de la vida interior es una sola, la incansable
demolición de los mitos, la reducción de toda perplejidad de estupor a
claridad. Y luego, si alguno de ellos afirma que es poeta y da razonables
esperanzas, dejarlo que se hunda en el abismo de su inquietud y esperar las
consecuencias. Nadie que no sea él puede hallar el camino verdadero, pues sólo
él conoce la meta.
(La letteratura americana e altri saggi)
Este ensayo fue traducido por Rodolfo Alonso, forma parte de una
antología esencial publicada por la Revista de Poesía Fijando Vértigos [poesía
16, octubre 2007, Buenos Aires, página 22-24], sobre parte de la obra del poeta
italiano Cesare Pavese, la edición cuenta asimismo con prólogo y selección del
autor de “defensa de la poesía”. Vale la pena detenerse en la crítica
conceptual del estado creativo, y entender que esta incursión por los senderos
del poema confiere al poeta un conocimiento profundo de sus extensos dominios.
Las ideas del texto resultan reveladoras.
Cuando el poeta finge no saber lo que ya sabe ¿Qué es lo que
sabe? Hay que tener en claro la disyuntiva, hacerse profundamente esta
pregunta, porque tal vez no sepamos explicar aquello que forma parte de nuestro
dominio, aquella jactancia del misterio desandado, lo que supimos ver en medio
de la tierra desconocida y por lo cual deberíamos convertirnos en literatos.
Por lo demás, es muy cierto esta frase del autor “no es fácil cuándo debe detenerse el poeta”.
Dominar un vértigo, hasta hacerlo descender, llevando hacia comprensibles
orillas aquel territorio conquistado.
La claridad, compartida en humano lenguaje, es aquella que busca
entender los mitos que el poeta transformó en figuras, como un bien común, el
inmediato reflejo de la belleza.
Aprendí que sin estudios previos no se alcanza ha comprender el
plano del poema.
El poeta debe cultivar el plano, imbricando y desbrozando el
poema.
De lo contrario solo se
proferirán hermosos aullidos con los pies desequilibrados.