Los ojos
duelen, anestesiado como estoy por unos auriculares donde escucho noticias del
atardecer, se tratan de nubarrones que balbuceo en un papel -estas
disquisiciones: un puente donde mirar los charcos, niebla de los árboles negros
donde frecuento lugares comunes- porque mi vida es una pequeña curva que
transito con los pies cansados (eso que parece tan conveniente musitar, bajo la
apariencia de una soledad creativa). Seguramente exagero, los amplios círculos
me incomodan, hay que detenerse en lo aparente: las intermediaciones y esa
tensión probablemente invisible de verbalizar ideas. A veces, en la mesa de un
bar que nunca existió, me encuentro sentado en medio de voces altisonantes,
abordando conjeturas desde una periferia (que nunca se aproximan al umbral de
la sentencia), a veces dejo de lado esa invisibilidad, imaginando que pago la
cuenta y me alejo de los fantasmas para sentir la brisa fresca de la calle,
luego me acostumbro a que las cosas nunca resultan del todo amenas, pronto
llega esa especie de reparación frente al espejo de un baño vacío, donde a
pesar de todo me reconozco parte de la sociedad -allá lejos los murmullos, las
manchas de humedad en el espejo grasiento, los gestos mecánicos- después
llegará lo de siempre, abrir la puerta de casa, jugar con mi hijo, conversar
con mi mujer, y mirar un rato largo el techo resquebrajado de la habitación a
la noche, con los ojos vencidos -porque siempre hay que tomar decisiones- hasta
quedarme dormido.
jueves, 29 de mayo de 2014
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario