La fría neblina de la mañana no me impide
ponerle llaves al candado, he tomado notas arborescentes de un piélago amarillo
en una ciudad de cemento, abstraído en el contexto de una palabra, donde suelo
mecer los graznidos de mis aproximaciones.
Huelgan sombras huesudas entre los ramajes yertos, es el invierno, la parte del año donde los nervios quedan adheridos al barro, sabiéndonos poleas de la gran máquina vertebrada, ese pertenecer que es a la vez toda anulación de sí mismo, ese darse cuenta…
Huelgan sombras huesudas entre los ramajes yertos, es el invierno, la parte del año donde los nervios quedan adheridos al barro, sabiéndonos poleas de la gran máquina vertebrada, ese pertenecer que es a la vez toda anulación de sí mismo, ese darse cuenta…
Cada vez más me cuesta elevarme por entre
los hombros tiesos, pero soy consciente.
Los pájaros trazan una línea precaria en el
horizonte, un costado de rosas (Viel Temperley) y un costado de fósiles, pienso
en los antiguos que escribían largos textos de adivinación interpretando el
vuelo de las aves, todo era una variable afanosamente sojuzgada, un sol pintado
en la piedra, un mortero donde machacar plantas, el cielo amplio y la soledad.
Debería escribir en bloques, yuxtaponer
planos obliterando inconexiones, y no ya extender la única línea que serpentea
como en un páramo. Evadirse de este trabajo implica un desdén o una incapacidad
hacia la construcción sintáctica, es preciso que en el acto de fugar hacia
delante, el texto pueda anular su propia naturaleza, entonces sería posible
tomar elementos que permitan complejizar un sistema de escritura.
Ahora mismo se hace visible mi evidente
desarreglo del sentido, tan solo poemas en esquemas de relatos, la prosa que se
pierde absorta en su propia divagación.
Todo es un ir hacia un bosquejo iridiscente
que pretendo tañir como una campana. Es lo
único que impide cerrar para siempre las hojas de todos estos días.