Hay tormenta de nieve en el Gotardo. Los viajeros apenas
pueden caminar, hace horas que no ven sus rodillas, se dan ánimo con gritos, no
lo saben pero están yendo sobre una ruta, hay postes teléfonicos a los
costados, pero no pueden advertir la orientación. Todo es ofuscamiento blanco.
Se escuchan exclamaciones en varios idiomas; italiano, francés, alemán, por
momentos la cuesta es escarpada, los errantes desharrapados parecen sombras
llenas de estalactitas, tienen las orejas desgarradas, el aliento mudo. Se
detienen para beber un cuenco de agua salada. Siguen la marcha, se hunden hasta
las costillas, desfallecen y vuelven a brincar, una zambullida, los hombros
tiesos, la garganta hinchada. Ven un caballo detenido casi cubierto de nieve,
la ruta se pierde, los árboles ya no tienen sus troncos visibles, apenas ramas
negras y hojas blancas. Finalmente aparece una sombra detrás de una excavación:
es el hospicio del Gotardo, un establecimiento civil y hospitalario
subvencionado por el gobierno, cuya función es asistir a todo aquel que no
pueda continuar por el clima. Los viajeros se reúnen, van llegando en grupos,
celebran seguir vivos, los espera una ración de pan, queso y un plato de sopa
caliente, luego algún vino o aguardiente, a los costados hay perros amarillos
que todos acarician, llegan otros medio invisibles a la casona de piedra y pinos,
por la tarde duermen en camastros duros, mal abrigados, sin embargo se escuchan
cánticos de alegría. Entre los muertos hay un joven con la mirada perdida, se
cubre con una manta, toma su copa de aguardiente, con el alba piensa en bordear
el valle en bajada desde la montaña, lo espera un tren, y después, algún
destino. Dicen que lleva suelas de viento. Se llama Arthur Rimbaud.
sábado, 7 de junio de 2014
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