Hay un momento en que el poema se va haciendo con el cuchicheo.
También en las iglesias, la gente que reza cuchichea, y yo de chico escuchaba
eso...
Arnaldo Calveyra
Canción del fumigador de guardia
Años de ningún poema.
Para mí la línea tachada del verso,
arcoiris en blanco y negro de las comas,
la plaza castellana de la palabra,
solitaria plaza.
Para otros las veredas que se alargan
a medida que las veredas del cielo se despliegan,
vamos entrando en el Decanato de la Rata
y de nuestro oscuro origen
subsistirán algunos nombres
empotrados en los muros.
¿Y dónde quedó el paisaje
que la mañana vuelve sin tan siquiera un árbol?
Lo que usted está mirando
es una bandera amarilla.
Para mí la línea frágil del verso,
la alegría oscilante de la página.
Ahí empieza mi canción.
No deja de sorprenderme, mientras Arnaldo Calveyra escribe poesía,
como transita en el lenguaje, muchas de sus preguntas tienen un lirismo y una
sencillez conceptual que abruma.
Es interesante detenerse en la crítica literaria que comparten
Pablo Gianera y Daniel Samoilovich en la contraportada de la poesía reunida del
autor: "La poética de Calveyra desafía los generos. Drama, narración,
siempre poesía, su escritura se ensimisma en el ritmo e inventa una lengua
utópica que procrea la relación adánica que mantiene con las cosas: todo lo que
nombra parece nombrado por primera vez.
Caso singular el de este poeta, que parece recrear un relato que
viene de los horizontes frecuentados en su niñez, donde nos dice que debemos
huir del adjetivo. No hay una estructura vertical en sus poemas, todo se va
hilvanando desde un delicado tejido evanescente, nos cuenta lo que ve mientras
"transforma en alegría todo lo que toca".
Para muestra acaso un poema, del libro "Apuntes para una
reencarnación":
De nuevo ante tus ojos el espejo de proferir palabras, intocado
espejo de nuevo intacto, desprovisto, por momentos, de hombre.
¿Pregunta acaso?, ¿te pregunta acaso? Nadie en él. Nadie a través
suyo.
¿No queda nadie en el espejo? ¿Nadie entre palabra y palabra capaz
de interrogar por la piedad del cuarto, de interrogar con su ojo glauco por la
cancel agobiada bajo el percal de la glicina?
Me recuerdas la oblicuidad de la palabra en el momento de
encontrar cabida en el verso.
En el libro "El hombre del Luxemburgo" es interesante
como Calveyra evade su atención de la escritura lineal para concentrarse en el
chorro de agua de una fuente, que irrumpe serenamente en el libro,
introduciendo una mera circunstancia, como si el poeta estuviera paseando en
una estación luminosa mientras escribe, y esas distracciones forman parte del
poema, no deja de ser un feliz recurso, como diría Flaubert: "No
son las perlas las que hacen el collar, es el hilo" Así, el
escritor va hilando lo que sucede, como el poema que ocurre, al poeta le
ocurren cosas mientras se deja vivir. Todo es poema en el poeta.
A lo largo, a lo ancho del espejo de la fuente alivianado por
nubes, la mancha de aceite, la palabra. Cunde, es página -precicipio en blanco
y negro-, encierra el arrojo, encierra la intrepidez de significar, ser agua
que corre, agua de una fuente, pasión imposible de contener, acuñando en su
huida una imagen en los pocos que pasan, música que se destruye no bien oída,
ocasiona praderas.
Gratitud para con esas historias que lo ayudan a vivir y, llegado el
caso,
se deja investir por la canción
improbable.
Culmino (si tal cosa es posible con Calveyra) con un poema
dedicado a Hugo Subielle, titulado café, vale la pena perderse en el
relato, donde el tiempo se torna niebla, y las vicisitudes, relevancias...
Sentado a aquella mesa de café que da a la puertay la calle que es
horizonte yo soy una tardanza. Hasta tu ventana llegan los caballos que cruzan
la calle y apoyan en ella una frente de hombre.
Suele llegar por las tardes un hombre con un reloj pulsera. Acaso
perdido en el misterio de cualquier historia, se sienta a una mesa junto a la
pared. No habla pero crea sin embargo un silencio que es prolongación del
diálogo más ameno. Su pensamiento pareciera pasearse por las habitaciones
de una casa abandonada. Al cabo de un momento llama al mozo y le pregunta
por la hora. La confronta con la suya. ¿Acaso no está a punto de pedir algo
para tomar?, el mozo así lo cree por unos instantes y se demora solícito junto
a la mesa, luego sigue con sus ocupaciones más urgentes.
El sol entra aquí como en el cuarto del enfermo: desdeña los
muebles oscuros y se pone a tintinear en las obras claras. Se posa en la
mano abandonada como el amigo que prefiere el tacto a la palabra.
Son dos hombres y su historia es breve: uno llega con su valija,
el otro se sienta a una mesa.
Hombre que espía a sus recuerdos.
Aquí tienen amistad el patio y la palabra patio. Crecieron esos
sauces en voz baja. Aquí vienen unos hombres a callarse. Aquí el hombre es
tardanza bienhechora.
Aquí se sienta el hombre que es tardanza. Inmóvil, durante horas
sentado en los diferentes lugares de la tarde, ya en pleno infinito pareciera
despertar de una espera semejante a la vida.
¡Prefiero la puerta por donde entran los lugares comunes
de la gente que pasa!
El hombre de las copas se va yendo por el pasadizo. Antes de
desaparecer nos mira con un desaliento de tango en las sienes, sabe que los
instantes de un café son irrecuperables.
Si estas cosas se pueden contar es porque somos cuento.
Nota: la imagen pertenece al siguiente sitio.