Una máquina que funciona a monedas escupe
libros en la Feria del Libro. Cada uno se lleva su talismán. Los que parecer
pertenecer a una cadena de supermercados, reponen lo que falta reponer.
Todos contentos.
La Feria ya es una industria cultural, en esta oportunidad se le han sumado algunas estridencias, simbolizadas en carteles luminosos con alusión al Bicentenario, gigantografías varias y granaderos de la casa rosada recorriendo los pasillos, los lectores hacen de cuenta que no lo saben, ellos pululan, husmean, mezclan y sopesan cada uno de aquellos extraños artefactos de la felicidad, los vendedores hacen descuentos en efectivo, ya es sábado, antepenúltimo día de este mega evento que invita a encontrarse a medida que se avanza, pude conseguir un libro de Gilles Deleuze, no pude llevar la antología poética de Nietzche, tampoco la de Susana Thenon -algo así como la versión femenina de Oliverio Girondo-, encontré ejemplares de Marosa Di Giorgio, el arte callado de Joaquín Giannuzzi, poemas de Fogwill y de Diana Bellesi, compilaciones de Olga Orozco…y por tercera o cuarta vez consecutiva no pude conseguir una versión de las Mil y una noches en papel biblia, traducido por Rafael Cansinos Assens.
No alcanzaron los colores para clarificar lo profuso, ni que aquello sirva de guía al náufrago desesperado, como un ciego guiando a los ciegos.
El mundo era un mercado luminoso, y yo
hurgando en lo que parecía inerme, como paseando una nostalgia inadecuada, con
mi sombra invisible.
Y fue tanto el temor de la sed, que caminé sin rumbo,
y entre los pasillos, me perdí.
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