miércoles, 9 de febrero de 2011

Donde se enhebran las palabras

Leo en un artículo lo siguiente: “a los 35 años, Friedrich Nietzsche apenas podía escribir. De frágil salud, le dolía horrores fijar la vista en el papel. En 1882, recibió en su casa una Malling-Hansen, una precursora de las máquinas de escribir con forma de bola. Gracias al artilugio, el filósofo alemán volvió a plasmar sus ideas. De esa máquina saldrían sus mejores obras, como Así habló Zaratustra, Más allá del bien y del mal o Ecce homo. Pero su literatura había cambiado. Como el propio autor reconoció a un amigo, su estilo se había hecho más telegráfico y, como si el hierro de las teclas se hubiera colado en la mente del escritor, más contundente y duro. La tecnología estaba modulando su mensaje…”.

Ahora la discusión pasa por Internet, que implica un modo de lectura arborescente, con enlaces a textos que pueden sumergirnos en océanos de conceptos, alterando de algún modo nuestras habilidades cognitivas.

En el campo de la neurología se debate que estas prácticas están debilitando algunas de las funciones cerebrales más elevadas, como el pensamiento profundo, la capacidad de abstracción o la memoria.

En ciertas comunidades wayuu de Colombia algunos ancianos realizan escrituras simbólicas en la tierra, ayudados con un palo, para luego verbalizar un conocimiento. Ese acto, impensable en la sociedad occidental, pretende hilar un discurso en la mente mediante el trazado de una imagen, esquematizando una idea con imágenes, una suerte de hilo conductor que lo ayuda a verbalizar lo que ya está escrito en la tierra.

Escribir no es solamente perpetuar momentáneamente lo que ocurre en la mente, esas mismas revelaciones adquieren otras coloraturas si las teclas de la computadora resultan más ágiles al tacto, menos duras. Mismo si contamos solo con papel y birome el resultado podrá ser distinto que si tecleamos en una vieja máquina de escribir. La posibilidad de enmendar el texto no es similar. Hay algo allí que de algún modo variará el acto de representar lo concebido.

Cuando escribía a máquina tenía la sensación de construir bloques de imágenes dispersas que de alguna manera respetaban una estructura, no así con el papel, aquellas resmas o cuadernos anillados donde la caligrafía se desplazaba nerviosamente en los espacios blancos, como extraviándose en trazos sin forma aparente, remarcando en ocasiones la lapicera según el pasaje del poema, o según su vértigo. Incluso la utilización de un lápiz podía variar el modo de construcción, aquello urdido en la antesala de lo que ocurre.

Porque en definitiva se trata de una creación, más allá de cómo la enhebremos.

Un simple papel sobre para eso.


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