Intento devanar los vericuetos de un poema,
dirimiendo aquello enmendado y carcomido, aquello que ha de fijar una
turbación, un extravío, tal vez una evidencia.
Bosquejar lo inaudito sea tal vez la sosegada
tarea, nos pertenece enhebrar dicha desavenencia con nuestros precavidos temores,
mordiendo sin orgullo los mendrugos del pasado. Y cuando hablo del pasado tal
cosa no existe en sí misma, el poeta lo puebla de componentes y diagramas,
instaura un plano desde donde el tiempo se desplaza.
“Conmigo empieza todo lo nuevo”, he
aquí el venturoso salmo de un poeta, alguien que no ha necesitado escribir.
Pero el poema discurre en un devenir sin arquitectura ni pájaros que lo habiten, en ese contexto el poeta teje sin prisa una silla de hilo.
La silla es el poema, hay que pensar en la
estructura, en los duros clavos, en los trenzados de mimbre, en las
imbricaciones de la madera.
Hay que callarse, que lo concatenado de la
imagen refleje un tamiz sereno, como agua en un estanque a la hora del devenir.
En todo este desvarío los poetas cruzan detrás de las palabras, puedo imaginar la ecuación, el esquema, lo frondoso detrás de lo hallado. Las últimas palabras simularán meros ornamentos, como pájaros arrojados por la fe, acaso la posibilidad de concebir algoritmos con los movimientos de las palomas.
Cosas así.
Ver por dentro.
Lo que aún no ha nacido.
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