miércoles, 23 de mayo de 2012

La sandía y la poesía


He aquí una humana fruta, y dos poetas que se atrevieron a nombrarla, cada uno a su modo, tanto Cesar Mermet como Pablo Neruda la atravesaron con el filo de sus versos, profanando toda desnudez.
El poeta chileno ya se había hecho una pequeña interrogación en su libro de las preguntas:
¿De qué ríe la sandía cuando la están asesinando?, pero luego fue un poco más lejos y le dedicó una oda.

Personalmente me gustó más la versión de Mermet, explorando con todos los sentidos los pormenores de una fruta que pareció extasiarlo, mientras cortaba con el cuchillo “el cerrado universo en dos mitades”.
Se trata de un poema extenso, y pareciera que estuviera lleno de sol cuando lo escribió.

En ambos poetas se intuye una coincidencia: el acto de comer la sandía como profanándola. Mermet escribe “A la orilla del río, toda la boca sangra pálida, sumergida en las barcas de la sandía como en la intimidad de una mujer ligera”, mientras que Neruda declama “Oh pura, en tu abundancia se deshacen rubíes y uno quisiera morderte hundiendo en ti la cara, el pelo, el alma!...

Que lo disfruten.

La sandía, de Cesar Mermet

Flota en el río
a la hora ancha en que el agua
se abandona a su fuerza elástica, plácida,
y sus músculos líquidos ondean a compás perezoso,
ablandando la luz, balanceando la apaciguada luz,
atleta ardiente abandonado de espaldas
en la extensión verde y parda del rumor del río.

Flota, huevo de tigre de agua dulce, verde viril moteado.
Salta a unas manos muy amantes, cae a blanca acogida,
en peso profundísimo, liviano y denso y pleno,
cae a las manos atardecidas.

Ahora el cuchillo hinca y rasga su sonido
que su cuerpo virgen absorbe con serena aceptación;
una breve pirámide es primicia, sale, ilumina el aire tardío.

La hoja de acero sangra un transparente rojo pálido
y con pureza, decisión y designio y equidad,
corta el cerrado universo en dos mitades.

Es el verano,
el verano se hace visible,
en el póstumo instante del sol la sandía se revela, abierta
en dos, cargadas barcas de delicia liviana.

Aquí está el corazón del calor
contrarrestando el peso acumulado del sol en las barrancas,
el malhumor, la agresión sumada, el rencoroso
calor de la seca greda craquelada,
el vaho de las orillas, el espíritu del fuego avieso y ciego,
y el oprobio, el bochorno,
la espesura vaporosa y confusa traspasando la tierra,
cancelado, abolido por la escarcha graciosa de la sandía.

Se ve que es fiesta,
sacralidad alegre,
exaltación del rojo construido en rumor frágil,
cuando se entrega como dicha y gratitud
y prodigio fluido y traslúcido
que no exige reflexión al paladar, festiva fruta casi frívola.

Moteada, sembrada de encargos deslizados, no cargosos,
la sandía es dispendiosa de semillas,
juega, derrama, munificencia pueril y silabeo excedido y salivada siembra,
soplada por las comisuras del que oficia y muerde pero no mastica,
porque ese fruto gigante es sortilegio,
se deshace en entrega conjugada, jugosa, generosa, desapareciendo
en agua roja y en frescura rápida, dulce, como el destello del verano
absolviendo a la lengua.

El corazón es fervoroso,
el corazón de la sandía es más prieto y constituido en otro rojo adulto
entre tanta niñez iluminada y cristalitos que licúan y desaparecen,
el corazón es la hostia púrpura y pagana y cruje más oscuramente
y la boca diferencia el mensaje consagrado.

A la orilla del río, toda la boca sangra pálida,
sumergida en las barcas de la sandía como en la intimidad de una mujer ligera.

Y ahora las dos naves griegas, despojadas,
navegan épicas, danzando majestuosamente;
y alucinados ojos, alumbrados desde la dicha infantil de la boca,
miran la noche comer mansa en la mano de los boteros,
despojándose de su estofa caliente, asomando sus estrellas refrescantes.

La sandía es sencillez,
sortilegio sencillo y natural
para vivir de una manera espaciosa y serena y confiada,
para hombres que fueron suficientemente niños y arcaicos,
como para gozarla.
La sandía es un encargo, una señal jugosa, un recuerdo del paraíso
para que volviendo de nadar,
o de remar en canoas con húmedo olor a mujer,
el hombre asuma su premio y su dicha.

Los que están percutiéndola ahora mismo, escuchándola junto al oído,
no están por alimentarse ni solamente por beber.
Los que percuten con sonrisa reflexiva adivinando con los ojos en el río,
los que levantan las flotantes ballenas fluviales
y bañándose el hombro percuten en su noche prometida,
remontan diapasón, se entonan, se serenan como comulgantes;
la puñalada abrirá pronto el dulce y frío incendio nupcial
de su plétora aérea y de su muda epifanía,
en consonancia deliciosa con las estrellas que caen al río.

Oda a la sandía, de Pablo Neruda

El árbol del verano
intenso,
invulnerable,
es todo cielo azul,
sol amarillo,
cansancio a goterones,
es una espada
sobre los caminos,
un zapato quemado
en las ciudades:
la claridad, el mundo
nos agobian,
nos pegan en los ojos
con polvareda,
con súbitos golpes de oro,
nos acosan
los pies
eon espinitas,
con piedras calurosas,
y la boca
sufre
más que todos los dedos:
tienen sed
la garganta,
la dentadura,
los labios y la lengua:
queremos
beber las cataratas,
la noche azul,
el polo,
y entonces
cruza el cielo
el más fresco de todos
los planetas,
la redonda, suprema
y celestial sandía.
Es la fruta del árbol de la sed.
Es la ballena verde del verano.

El universo seco
de pronto
tachonado
por este firmamento de frescura
deja caer
la fruta
rebosante:
se abren sus hemisferios
mostrando una bandera
verde, blanca, escarlata
que se disuelve
en cascada, en azúcar,
¡en delicia!

¡Cofre de agua, plácida
reina
de la frutería,
bodega
de la profundidad, luna
terrestre!
¡Oh pura,
en tu abundancia
se deshacen rubíes
y uno
quisiera
morderte
hundiendo
en ti
la cara,
el pelo,
el alma!
Te divisamos
en la sed
como
mina o montaña
de espléndido alimento,
pero te conviertes
entre la dentadura y el deseo
en sólo
fresca luz
que se deslie,
en manantial
que nos tocó
cantando.
Y así
no pesas,
sólo
pasas
y tu gran corazón de brasa fría
se convirtió en el agua
de una gota.

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