Según
Ernesto Sábato, el tango nació de un irremediable desconsuelo, sus canciones
enmarcarían las tristes despedidas de las familias en los puertos, sabiendo
íntimamente que muchos de ellos nunca volverían a verse, fue precisamente el
bandoneón el instrumento que acuñó con sonidos indelebles el sentir del
desarraigo y la partida de aquellos barcos. Un artefacto que desde su
nacimiento acompañó el folclore de los pueblos germánicos, empleado
posteriormente por los servicios luteranos para exaltar la fe en las congregaciones
religiosas. Se podría decir que este instrumento tendría sentido tanto para una
boda como para un funeral.
Cuenta la
leyenda (o el mito) que un marinero alemán tuvo que haberlo traído en algún
barco, vaya a saberse que provocó, que cuerda interna hizo vibrar, en el
entorno de quienes escucharon por primera vez esos extraños sonidos, lo cierto
es que en estas tierras encontró su sentido, su destino, su paradigma…
Para Enrique
Santos Discépolo, acaso su máximo creador, el tango era un pensamiento triste que se baila…”, y el lunfardo, tal vez un
modo de nombrar lo que se piensa…
Probablemente
sea cierto cuando Rodolfo Alonso dice que “Se
acude a la negación o la nostalgia, para elaborar la frustración”. Al final
del texto, el autor se pregunta lo siguiente:
¿Podrán (pudieron) las Academias,
sean las que sean, mantener viva a alguna lengua que murió? Trasladaría la pregunta a todos
aquellos esfuerzos por mantener vitales algunas de las innumerables lenguas
indígenas que se perdieron en el decurso de los tiempos, el listado es enorme,
solo en Argentina lenguas y dialectos aborígenes como las de kunza, cacán,
allentiac, millcayac, abipón, mbya, charrúa, chaná, selk'nam, haush, menek'enk,
gununa kune, teush y yagán ya no se hablan, ni se comparten, ni se
estudian…pera esa es otra historia.
He aquí la
vida, pasión y trance del lunfardo, de Rodolfo Alonso.
Los compadritos de Borges nunca
hablaron lunfardo. Por eso, quizás, o pese a eso, se volvieron universalmente
prototípicos, convertidos en "la secta del cuchillo y del coraje",
pero piadosamente mudos, lo que es otra forma de ocultar su origen. El lunfardo
argentino -o más bien porteño-, como tantos, nació en prisión: dialecto de la
gente del hampa para ocultarse del atento oído de la policía. Esa prosapia lo
hace nuestra picaresca, y aunque suele adoptar tintes sombríos, relumbra a
veces con sutil humor.
Aquella intención se confirma en otras variantes, como el "vesre" o el "jeringoso", que convivieron y se integran, desde la gran corriente viva del lunfardo, con nuestra habla popular. A diferencia de la gauchesca, que compitió con ella por la representación nacional, y que no fue fruto de nuestros paisanos sino de gente letrada, el origen de la poesía en lunfardo es directamente de sus protagonistas.
Como le ocurrió al tango, otra expresión afín, hay un momento en que lo "lunfa" convive con la gauchesca, y aun en la misma persona, como esos célebres payadores criollos que, para cantar en ciudad, cambiaban de lenguaje pero no de instrumento.
Toda lengua es legítima, hasta por su uso. Y puede aspirar a esa "gloria de la lengua" que, cuando el latín reinaba, Dante supo ver en el "vulgar ilustre", la lengua cotidiana llevada a su esplendor. Para nuestro lunfardo, eso comienza a concretarse con algunos textos. Me refiero al indeleble Batiendo el justo, de Felipe Fernández (Yacaré) o, en ese libro consular que fue La crencha engrasada, de Carlos de la Púa -otro seudónimo del Malevo Muñoz, escribano de La Plata-, un poema tan logrado y tocante como Hermano chorro. Me refiero asimismo, ya en nuestro tango, al donaire de Celedonio Flores (también con libro: Chapaleando barro) y al genio de Cadícamo y Discépolo, de Manzi y Expósito. ¿Dónde, sino en el tango, íbamos a tener dos Homeros, un Cátulo y un Virgilio? Como suele ocurrir, los inicios cambian su sentido, y así Gandolfi Herrero y Álvaro Yunque modifican el primitivo enfoque carcelario para darle voz a los humildes, sí, pero trabajadores e, incluso, combativos.
Algo pasó en Argentina, allá entre el 40 y el 50. Algo se quebró, y sería largo hurgar las razones. Digamos que el tango -y con él lo lunfardo- desaparece prácticamente de la memoria y la escena nacional, tocándole desde entonces, a quien pretendía representarlo todo, sentirse expresión de minorías. Herido de muerte por el rock, como el gran jazz, fue a naufragar ineludiblemente en la vocinglera sociedad del espectáculo.
Se acude a la negación o la nostalgia, para elaborar la frustración. En arte, ambos momentos podrían ser productivos. Así vimos florecer nuevos cultores del lunfardo. Algunos, poetas ya formados, como el inefable Daniel Giribaldi, autor de los milagrosos Sonetos mugres, o Nydia Cuniberti, cuidadosa artesana. Sin olvidar al digno Héctor Negro o el probado talento de Eladia Blázquez. Con ellos podría cerrar estos atisbos. De no ser por esa rara irrupción de una Academia Porteña del Lunfardo, que sin duda hubiera sido llamativa para los pioneros del origen. Y que nos lleva a otra cuestión. ¿Podrán (pudieron) las Academias, sean las que sean, mantener viva a alguna lengua que murió?
Aquella intención se confirma en otras variantes, como el "vesre" o el "jeringoso", que convivieron y se integran, desde la gran corriente viva del lunfardo, con nuestra habla popular. A diferencia de la gauchesca, que compitió con ella por la representación nacional, y que no fue fruto de nuestros paisanos sino de gente letrada, el origen de la poesía en lunfardo es directamente de sus protagonistas.
Como le ocurrió al tango, otra expresión afín, hay un momento en que lo "lunfa" convive con la gauchesca, y aun en la misma persona, como esos célebres payadores criollos que, para cantar en ciudad, cambiaban de lenguaje pero no de instrumento.
Toda lengua es legítima, hasta por su uso. Y puede aspirar a esa "gloria de la lengua" que, cuando el latín reinaba, Dante supo ver en el "vulgar ilustre", la lengua cotidiana llevada a su esplendor. Para nuestro lunfardo, eso comienza a concretarse con algunos textos. Me refiero al indeleble Batiendo el justo, de Felipe Fernández (Yacaré) o, en ese libro consular que fue La crencha engrasada, de Carlos de la Púa -otro seudónimo del Malevo Muñoz, escribano de La Plata-, un poema tan logrado y tocante como Hermano chorro. Me refiero asimismo, ya en nuestro tango, al donaire de Celedonio Flores (también con libro: Chapaleando barro) y al genio de Cadícamo y Discépolo, de Manzi y Expósito. ¿Dónde, sino en el tango, íbamos a tener dos Homeros, un Cátulo y un Virgilio? Como suele ocurrir, los inicios cambian su sentido, y así Gandolfi Herrero y Álvaro Yunque modifican el primitivo enfoque carcelario para darle voz a los humildes, sí, pero trabajadores e, incluso, combativos.
Algo pasó en Argentina, allá entre el 40 y el 50. Algo se quebró, y sería largo hurgar las razones. Digamos que el tango -y con él lo lunfardo- desaparece prácticamente de la memoria y la escena nacional, tocándole desde entonces, a quien pretendía representarlo todo, sentirse expresión de minorías. Herido de muerte por el rock, como el gran jazz, fue a naufragar ineludiblemente en la vocinglera sociedad del espectáculo.
Se acude a la negación o la nostalgia, para elaborar la frustración. En arte, ambos momentos podrían ser productivos. Así vimos florecer nuevos cultores del lunfardo. Algunos, poetas ya formados, como el inefable Daniel Giribaldi, autor de los milagrosos Sonetos mugres, o Nydia Cuniberti, cuidadosa artesana. Sin olvidar al digno Héctor Negro o el probado talento de Eladia Blázquez. Con ellos podría cerrar estos atisbos. De no ser por esa rara irrupción de una Academia Porteña del Lunfardo, que sin duda hubiera sido llamativa para los pioneros del origen. Y que nos lleva a otra cuestión. ¿Podrán (pudieron) las Academias, sean las que sean, mantener viva a alguna lengua que murió?
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